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El inversor platica con un cientificista carioca sobre el futuro de la escula y nos comparte sus reflexiones.

auditorio vacio

Estuve discutiendo el otro día sobre modelos educativos futuros con un buen cientificista. Vale la pena una reflexión sobre esa conversación. Estuvimos de acuerdo en que el modelo que viene es de transformación; que lo que haremos en la escuela del futuro –próximo– no se debe parecer a lo que estamos haciendo hoy en las escuelas. No fue difícil ese acuerdo.

Pero él tiene en la cabeza la idea –fija– de que modificaremos la escuela de la mano de un nuevo modelo muy garantizado y sedimentado; un modelo basado en evidencias que no nos lleven a hacer lo que “sería imperdonable, además de intolerable”: probar, experimentar, aprender encima de la práctica… “usar a los niños de cobayos”. Él cree que la innovación es prudente y la creación, certera. Sostuvo con énfasis –y un poco de soberbia cientificista– que lo que haremos en las escuelas en los próximos años ya está desarrollado y probado; que ya está por ahí, que sólo nos falta traerlo, articularlo e implementarlo con seriedad y rigor. Y yo pienso que no. Se sentía seguro con ese modelo progresista, propio de su cientificidad. No podía esperarse otra cosa. La cientificidad es propia del obsesivo, así como la obsesión es connatural al cientificismo. Se necesitan el uno al otro. Interdependen. Controlan sus angustias existenciales trabándose entre sí. 

Trascendió que piensa que debemos reforzar la eficiencia general del modelo escolar. Describe el aprendizaje adaptativo como describiríamos un flujograma: la ruta perfecta, perfectamente eficientada. Todo calza con todo bajo una sub-lógica binaria de adecuación pura. A cada quién cada qué, siempre. No piensa en nuevas trascendencias; valor y sentido para él son, necesariamente, eficiencias mayores. Y yo pienso que no. Una cosa es eficiencia y otra, de otro nivel, es trascendencia. Y el problema de la escuela radica, para mí, en la falta de trascendencia, es decir, de carencia estructural del sentido de lo que se hace y para lo que se lo hace.

No creo que el valor del aprendizaje adaptativo –que lo tiene– tenga que ver con ese maníaco encastre perfecto. No creo que sea perfecto, porque “perfecto” es un adjetivo de otro repertorio, no del de la disrupción innovadora; ahí las cosas buenas son geniales y nuevas, más que perfectas.

Dejó caer una idea mecanicista de manejo del conocimiento que no consigo acompañar. Me suena delirante, en el estricto sentido del adjetivo: obsesión por la causalidad y el encastre lógico de las cosas. Piezas concatenadas que construyen, en su comunión, un cuerpo sólido (utilizó la metáfora del “Lego”, dicho sea de paso). Y yo pienso que no; que el conocimiento es más ambicioso y menos preciso que eso. Y la creación de conocimiento ni para qué decir. Pero él volvía, una y otra vez, a lo suyo: quito de acá, pongo de allá, completo esto y evito aquel hiato lógico y así voy construyendo la evidente escuela del futuro en la que coincidíamos que tanto necesitamos.

Le gustaba desandar la historia reciente –de la tecnología, por ejemplo; de Internet en Brasil, en particular_ con un storytelling de fuerza lógica, de proceso necesario y casi obvio. En él todo siempre tiene explicación y él tiene todas las explicaciones. El argumento es siempre exhaustivo y el avance histórico, siempre progresivo… Y a mí se me venía una y otra vez aquella frase de que el asalto al palacio nunca es ordenado, que tanto me gusta. Pero no la dije.

Le parecí etéreo, por supuesto. Impreciso. Generalista y abstracto. Poco científico. No disintió conmigo, pero tampoco consiguió empatizar. Todo lo que yo decía era demasiado vago hasta para discutir. A mí me falta rigor y sobre todo, fuerza lógica, argumento concatenado, peso de la prueba, laboratorio, ciencia, cientificismo. A él le sobran, creo.

Pero la conversación fue amena, fluida y valió la pena.

Me abrumó con tanta seguridad. Sabía perfectamente lo que había que hacer. Mostraba tener en su cabeza el diseño de un currículum totalmente cuadrado, perfectamente detallado. Un maquinaria de relojería suiza. Eso era, creo, lo que le daba la seguridad que yo no compartía ni tenía.

Traté de pasarle mi visión; más general, más política, más de la arquitectura simbólica que del cálculo de ingeniería. Menos precisa y que pasa menos certidumbre. Más ambiciosa pero menos soberbia. No lo convencí de nada. Me parece que le resulté demasiado psicólogo, poco cientificista.

Pero me interesó mucho su posición ante el problema, porque la siento pululando todo el rato, con formatos más o menos acabados. Este hombre era de los buenos representantes -debo reconocerlo– de una posición vulgar. Ese imaginario cientificista, que dice tener la solución, es sin embargo uno de los problemas que enfrentamos, si no es que El problema. Y todo precisamente por eso. Es decir, es uno de los grandes problemas que enfrentamos porque está convencido de tener la solución.

El cientificismo agarra muy rápido consenso. Lo enarbola la prensa, lo trasmite la TV. Gana aplausos, captura votos, pasa seguridad. Encarna todo lo que querríamos que fuera. Se nos hace sólido, serio, bien formado, formal, ponderado. El novio perfecto. El empleado ideal. Se encabalga a imaginarios sociales muy enraizados como la idea de progreso, de deducción y fuerza lógica, de cosa probada, de paradigma único llamado “realidad”, de saber serio y pesado, de formación comprobable con información, de positivismo en general y control y dominio por todas las partes.

No convive con aquellas nociones de otra índole como cambio de paradigma, estructura simbólica, posición subjetiva, sentido del conocimiento, construcción social del conocimiento, relativismo, creación, invención y esas cosas. No pierde el tiempo con esas imprecisiones… a las que yo dedico mis días.

Nos despedimos bien, luego de un par de horas de debate en portugués. El es pernambucano y vive en Río. Pero razona como si fuera del Polo Norte. Tantos años de calor no le afectaron su estructura simbólica. Me pareció nórdico. Quiero decir, dominante y no dominado. Previsiblemente, no hablamos de Mandela.

Yo me quedé pensando qué lejos había quedado este cientificista de la ciencia. Me quedé con las imágenes dándome vueltas de la errática y viva historia de la ciencia, de la convulsionada biografía de los científicos, de la profundamente histórica y de la definitivamente política realidad científica. Por eso preferí llamarlo “el cientificista” y no el científico, muy a su pesar. La ciencia tampoco es como el cientificista la quiere hacer. La ciencia es más errática que eso, pero también más compleja, más profunda y muchísimo más audaz que este pseudocarioca vuelto noruego que no habló de Vinicius de Moraes ni nos recordó ni se recordó que el calor induce al sexo.

Todo esto me hizo recordar aquello de Borges, que redefinía –invirtiendo– el concepto de ciencia ficción por el de ficción científica, para mostrarnos que no se trata de una ciencia irreal, sino de un género literario, es decir, de una manera particular de construir la verosimilitud en un relato, es decir, la realidad.

Rebobino y concluyo: el problema no estuvo en nuestro disenso, profundo y estructural, sino en lo peligroso de nuestro demasiado rápido consenso de que los dos sabemos cómo y para dónde se transformará la escuela.

No creo que lo vuelva a ver.

Twitter del autor: @dobertipablo

Sitio del autor: pablodoberti.com

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