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Prisioneros sensoriales: cuando nuestras expectativas perceptivas se sobreponen al estímulo real

Por: Andrés Cota Hiriart - 11/14/2013

¿Realmente nuestro cerebro puede distinguir entre marcas de refrescos o vinos? ¿Qué otras cosas influyen en nuestra interpretación sensorial? Aquí un significativo ejemplo de lo que nos determina cuando probamos algo.

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Para todos los que crecimos en las trincheras de la batalla publicitaria entre los dos refrescos más exitosos a nivel mundial, el reto PEPSI es asunto conocido: distinguir, de entre dos vasos de plástico idénticos, cuál contiene Coca Cola y cuál Pepsi. ¿Fácil no? –Obvio que la Coca es más chingona- o, al menos, eso es lo que la mayoría piensa. Sin embargo, la verdad es que el paladar del noventa y nueve por ciento de los humanos (lo cual te incluye a ti y a todas las personas que respetas) no acierta a discernir entre las dos marcas.

Read Montague lo demostró con una serie de experimentos controlados en 2005. Antes de las pruebas, se preguntaba al participante si tenía alguna preferencia; la mayoría contestó que sí: la Coca figuró como la reina. No obstante, a la hora de tener que determinar la identidad gaseosa a ciegas, todos fallaron. En algunas pruebas se pidió señalar, de entre cinco vasos, cuáles contenían una marca y cuáles la otra; los consultados contestaron siempre con seguridad extrema, ignorando por completo que todos los vasos contenían la misma chingadera. Para horror de los fanáticos, no hubo una sola persona capaz de percibir que los cinco vasos contenían el mismo líquido. A pesar de esto, no importa cuantas veces sea demostrado que no es así, todos tenemos la idea de que un refresco es mejor, y que, sin lugar a dudas, yo sí podría diferenciarlos… La realidad es que incluso los doctos entrenados en la labor de detectar sabores, reprueban tareas similares, como lo demostró Brochet en 1998 con un grupo de catadores de vino.

Se invitó a cincuenta y cuatro sommeliers profesionales a una cata de vinos. Primero les ofrecieron un vino tinto y uno blanco, y les pidieron que anotaran sus impresiones. Después, uno rojo distinto y otro blanco, e igual se indicó que registraran sus consideraciones. Para describir los vinos tintos, los críticos culinarios, siempre un tanto mamones, utilizaron expresiones como: profundo, oscuro, afrutado, con notas cereza, chocolate, aciruelado, evocación de frambuesa y especies notorias. Los blancos arrancaron adjetivos del tipo: dorado, floral, seco, pálido, chabacano, limón, miel y volátil. Términos estandarizados utilizados comúnmente dentro de la industria vinícola para referirse a cada uno de los dos tipos de vino. Al parecer los gastrónomos eran cultos y dominaban los dotes lingüísticos para demostrarlo; sin embargo, ninguno fue capaz de descubrir el giro del experimento: los dos vinos de la segunda etapa eran idénticos. El investigador había teñido con colorante rojo insaboro el vino blanco para hacerlo parecer tinto. Sería de esperarse que los sommeliers más refinados, entrenados, según ellos, para detectar el año y región de elaboración de un vino en particular, pudieran sin problemas distinguir entre un vino tinto y uno blanco. Pero no fue así. Ninguno de los participantes acertó a decir que el vino tinto sabía a blanco y mucho menos que los dos eran idénticos.

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En un segundo experimento, Brochet invitó a un grupo distinto de sommeliers a otra cata. En esa ocasión, se les dijo a los especialistas que les serían servidos dos vinos tintos para elaborar su posterior descripción; el primero, un vino de mesa de producción casera; el segundo, un vino fino calidad Premium. El investigador mostró la botella reciclada y sin etiqueta del primer vino y sirvió las copas tomando un pequeño sorbo también él, mismo que escupió poco después con cara reprobatoria. Los catadores describieron el vino con impresiones como: simple, desequilibrado, ligero, acuoso y de fuerte patada alcohólica. Posteriormente sirvió el vino Premium, tomando un trago que degustó con amplia sonrisa antes de escupir. Los catadores describieron ese vino como: balanceado, fresco, amaderado, ahumado y complejo. Pero, al igual que en el caso del primer experimento, ambos vinos eran el mismo: un Burdeos común y corriente.

Lo que revelan estos resultados, más que la inutilidad de los sommeliers involucrados, es el poder de la expectativa perceptiva. El sujeto percibe lo que esta precondicionado a percibir y no lo que le indican sus sentidos. Lo que sucede es que el cerebro no trata a las percepciones del gusto como discretas, sino que construye la experiencia sensorial tomando en consideración a los demás sentidos, poniendo, paradójicamente, mayor énfasis en la vista. Así es que si los ojos indican que se trata de un vino tinto, la información degustativa será adecuada para concordar con ello. Nuestra expectativa se transforma en nuestra realidad.

Irónicamente, mientras más especializado sea el sujeto, mayor probabilidad tendrá de caer en este tipo de trampas sensoriales, pues estará más condicionado a esperar que un vino tinto sepa de tal o cual manera, cayendo en el engaño porque no puede escapar de sus preconcepciones.

Regresando al reto PEPSI, otra prueba que se hizo fue servir refresco en dos vasos: uno etiquetado con alguna de las marcas y el otro transparente. Invariablemente, sin importar cual fuera el líquido contenido, se eligió como de mejor sabor el vaso que decía Coca Cola. Lo que sugiere, al menos, que la estrategia mercadotécnica de la Coca es más efectiva, pues estamos condicionados a pensar que es mejor. Para dar mayor contundencia a los resultados, algunos participantes fueron colocados dentro de un scanner cerebral (MRI) y se les mostró una imagen segundos antes de que probaran el líquido. Cuando la imagen era de una Pepsi o simplemente un color plano, la actividad cerebral registrada era baja; pero, cuando se mostraba una imagen de Coca Cola, distintas áreas del cerebro se encendían hiperactivamente.

Las implicaciones de este experimento son algo tétricas, pues sugieren que las campañas publicitarias literalmente reconfeccionan nuestras conexiones sinápticas y alteran nuestras experiencias sensoriales y hacen posible reprogramar nuestra percepción de la realidad al punto de imponernos que, dos formas casi idénticas de agua carbonatada con azúcar (porque a fin de cuentas los refrescos no son más que eso), saben distinto. La etiqueta se ha transformado inexorablemente en parte de la experiencia sensorial y nuestras expectativas preceptivas se sobreponen al estímulo real.

Si lo pensamos un poco, todo esto resulta bastante perturbador. Somos prisioneros sensoriales. Dependiendo del grado de conspiranoia que alberguemos, serán los alcances imaginables. Pero quizás el punto importante no sea alimentar la hoguera del miedo al poder de la mercadotecnia, sino poner énfasis en intentar escapar de las preconcepciones bajo las que inconscientemente nos regimos. Tomar el vino por lo que es y no por lo que debería ser. O, por lo menos, hacer mayor caso a los estímulos que tenemos enfrente. No solo al nivel de lengua y paladar, sino en todo el espectro involucrado en nuestro día a día.

 

Bibliografía:

Boese, A. Elephants on Acid and other Bizarre Experiments. PAN books 2009.

Montague, R., et al. (Oct. 14, 2004). “Neural Correlates of Behavioral Preferences for Culturally Familiar Drinks.” Nueron 44: 379-87.

Brochet, F. (2001). “Chemical object representation in the field of consciusness.” http://www.academie-amorim.com/