Esa mística capacidad. La capacidad de emprender, de entrarle a las cosas y hacer. De producir y de proponer. De inventar. De crear. Son todas la misma capacidad, que podemos también llamar "competencia".
Vamos a hablar de ella.
Primero, de su valoración. Es de las competencias principales, sino la principal. Todos queremos tenerla o –mejor dicho- querríamos tenerla, y no. Y no porque no nos la desarrollaron ni nos la desarrollan. No nos prepararon para emprender. No nos "formatearon" para hacer cosas, para inventárnoslas. Al contrario, nos prepararon muy bien para ni siquiera atrevernos. Y aprendimos. Nos cortaron esas piernas, aquellas alas. En la escuela.
Nos encerraron en la celda simbólica de que no se puede ni se podría poder. ¿Cómo que inventárnosla cualquiera de nosotros? Inventar es para los inventores, y ésos siempre son otros, los otros en general, los gringos. Nunca nosotros, no vaya a ser. Censura simbólica; parálisis actitudinal; limitación metafísica. Nos machacaron y nos machacaron y acaban lográndolo con casi todos. Siempre hay díscolos.
¿Cómo osar ponernos a escribir mientras haya tanto tan canónico para leer? ¿Cómo proponer sin acabar de saber? ¿Cómo cortar por atajos, dejar las erudiciones, abstraernos y pensar lateralmente como si se pudiera? Vaya, ¿cómo inventar si en el mejor de los casos, si acaso, podríamos llegar a descubrir alguna cosa? ¿Cómo conferenciar sin referencias ni Power Point? ¿Cómo hablar sin doctorados? ¿Cómo discutir en la juventud y cómo criticar sin experiencia? ¿Cómo querer hacer antes de cansarnos de prepararnos? ¿Cómo intentarlo antes de desahuciarnos? ¿Cómo?
Y lo lograron. No podemos. No sabemos cómo podríamos. No nos creemos que tal vez podríamos. No nos animamos. No se puede. No hay por dónde.
Y fue en la escuela. En la época escolar. Durante la escolaridad. Ahí perdimos la potencia. Ahí se nos castró y nos calmamos y nos engordamos y ya no quisimos nunca más.
¿Y cómo se hace para desarrollar esa competencia fundamental? ¿Cómo hacemos para hacer una escuela que nos potencie, nos dé los ímpetus que querríamos tener y la audacia que necesitamos tener? ¿Cómo?
Se tiene que abrir espacio para la entrada, para nuestra entrada. Debemos caber en el mundo. Debemos ser, en él, nosotros. Para eso, hay que abrir el mundo ante nosotros; inacabarlo. Ponerlo vulnerable –como es-; mostrarlo débil y subjetivo, vivo. Evidenciarlo. Hacer zoom en sus fisuras. Develarlo como una construcción y ponderarlo como una construcción.
Machacarnos con que debemos construir porque si no lo hacemos, no hay realidad. Torturarnos con la decisión de hacer y la dignidad inalienable de proponer –que es más que criticar. Conferirnos esa potencia ingenua de artista loco. A todos. Hacernos creérnosla, porque luego es verdad. Empujarnos al otro lado. Dejarnos a solas con nuestro poder. Incitarnos a esa masturbación intelectual. Legalizarla.
Es –como se ve– la construcción de un ecosistema completo de poderes que estimulan poderes. Una escuela nueva. Un mega criadero; no de pollos, de "emprendimientos", que es lo mismo que miles de miles de millones de personas y personitas haciendo cosas, entrándole, pudiendo, desconociendo y proponiendo, produciendo más allá de lo que vale. Haciendo músculo. Construyendo ímpetu. Ejercitando los pasajes a los otros lados. Desarrollando la educada irreverencia. Preparándonos.
Apelándonos. Apelándolos. Hacerlos apelarnos.
Musculando todo el grupo muscular. El directo, del pensamiento crítico, la mirada lateral, la entrada estética, el contraargumento, el sofisma y esas cosas. Pero también el arte de hablar, de argumentar, de entonar, de saber cuándo, cómo y por dónde (es decir, el arte de la política); de liderar. El arte de darle espesor a las cosas y ponerle el cuerpo a las proposiciones. El arte de tomar el riesgo. El arte de fanatizarnos. El arte de seducir; de dar ganas. El arte de tener ganas. (Las ganas son un gran grupo muscular clave en todas estas cosas.)
Y así entonces nos queda un nuevo ecosistema, consistente también, pero ampliado. Que podemos y que sabemos cómo poder.
Podría hasta listar ejercicios, pero daría igual. Porque podrían ser esos u otros. Lo que define la nueva escuela es el desde dónde y el para qué ejercitamos a nuestros alumnos. A qué mundo los obligamos a lanzarse. Para qué nos levantamos todos, todas las mañanas y vamos a la escuela. Para qué vida. En qué vida.
Aunque pensándolo bien voy, sí, a proponer un ejercicio, a modo de ejemplo.
Imaginemos que preparamos un festival de lectura en voz alta en la escuela. Y que queremos grandes actuaciones. ¿Cómo le hacemos? Propongo que partamos del Quijote. De unos 10 párrafos diferentes, escogidos por nosotros. Unos bien narrativos, que cuenten alguna cosa de las miles que cuenta El Quijote. Y los entregamos; se los leemos (bien leídos, con pasión) una y otra vez a los niños. Y buscamos que les llegue; no el clásico, siempre abrumador y erudito, sino el cuento; aquella rara Dulcinea. Desmontamos de a poco la telaraña para que emerja la narrativa. Y lo vamos trayendo. Se los damos, para que los manoseen; es decir, los reescriban. Le puedan. Cada alumno que reescriba EL Quijote para hacerlo “su” Quijote. Que se le atreva. Que lo desmonte. Que pruebe y juegue con sus palabras. Y lo lea, cada vez que pruebe un nuevo giro, una sintaxis. Y lo vuelva a leer. Eso por días y días. Dinámico, osado, fluido, libre y leve. Y nos vamos olvidando de para qué (el festival) y de qué y quién (El Quijote y Cervantes). Nos dejamos llevar… Y leemos, una y otra vez.
Prueben, y luego me cuentan qué tal les resultó el festival; claro, lo que los alumnos leen al final es su mejor versión, cada uno la propia. Después me cuentan. Si quieren, lo llaman “Oda a Cervantes”; si no, no.