¿Se trata de pasar información sexual o se trata de forjar competencias sexuales en los alumnos?
Debería ser lo segundo, pero estamos seguros de que se trata de lo primero y estamos seguros porque se trata de lo primero. No perseguimos el objetivo de preparar a nuestros alumnos para su felicidad sexual, sino para su higiene y salud general -más que propiamente sexual. Nos inventamos eso de la educación sexual a cuento de la prevención de dos importantes problemas sociales de origen digamos que sexual (o por lo menos, del sexo): el embarazo no planificado y precoz y el HIV y el resto de las enfermedades venéreas de transmisión sexual.
No nos la inventamos porque creamos que nuestros alumnos necesiten de nuestra ayuda institucional para ser más felices o eficientes en sus prácticas sexuales. Y tal vez…
Estoy tratando de valerme del concepto de educación sexual para discutir, fundamentalmente, la idea de educación que prima en la escuela de hoy. (Advierto esto porque –como ya lo veremos más adelante- el sexo siempre jala…)
La idea de educación que está por detrás de la noción de educación sexual es que educar es informar, sin más y sin ambages. Viene bien el ejemplo porque si en este caso educar fuera otra cosa, sería un escándalo escolar; idea intolerable; sacrilegio. Veamos. Si la educación sexual tuviera por objetivo desarrollarnos para la vida sexual, lo primero que pediríamos es que como todo buen proceso formador, fuera experiencial, práctico, que aprendiéramos haciendo… e imagínense! Y si el propósito fuera que fuese un aprendizaje significativo, entonces deberíamos meternos en las singularidades de cada quién, en sus entornos personales y sus propias situaciones sexuales. Y no. En la escuela no se trata ni de hacer sexo ni de ver sexo ni de conocer el sexo o lo sexual. Nada de experimentar ni de explorar. No, no. Es pura y dura información sexual profiláctica. Prevención y reproducción, se llama al sexo en la escuela.
¡Qué decepción! No solo qué decepción para los alumnos que se nos ilusionan una y otra vez imaginando que aquellas horas podrían ser otra cosa más movilizadora, más útil, divertida y mejor. No solo esa decepción –decíamos-, sino qué decepción también para los que estamos trabajando intensamente para que educar sea otra cosa que informar, que se le relacione con el formar y con constituirnos.
Y el análisis puede continuar.
¿El sexo necesita ser educado? Admitamos la doble acepción de la pregunta.
Si educado es recatado, sobrio y normalizado (como suele entenderse en este tipo de usos de lo “educado”), pues creo que no. No le veo mucha conveniencia a ese trabajo; lo desaconsejo. El sexo que bien funciona es el que funciona libre. El sexo necesita de la libertad; del coraje que da la libertad; de la curiosidad que engendra la libertad. Necesita de otras cosas, pues, que de educación. Necesita de otra cosa que me parece que podría llamarse autorización.
Y en el otro sentido, ¿el buen sexo necesita de nuestro empuje institucional para manifestarse? ¿Necesita, como la lectoescritura, ser trabajado para que se desarrolle a cabalidad? ¿O no? Yo creo que nos necesita, sí, pero no en la dirección en que la escuela ha entendido ese trabajo. El desarrollo sexual de las personas necesita la generación de contextos de significación que los autorice y propicie a manifestarse libremente; flujos a las pulsiones para que no se expresen como conspiración y se legitimen como buena práctica, legal, feliz y provechosa. No tenemos que ayudar a las personas a gozar ni mucho menos enseñarles a gozar (¡válgame dios!); eso viene con la genética y el marco simbólico; pero sí podemos darles espacio social para su goce. El placer, cuando es, no necesita de guías para encontrar sus caminos; ni de grandes anuncios del estilo aquel de que “hacer el amor es un placer”. Nos resultaría un absurdo, ¿verdad? Pues recordemos que eso decimos, pero no del sexo sino de la lectura; y lo repetimos hasta el cansancio y hasta ridiculizarnos. Si leer fuera un placer, creo que no deberíamos insistir tanto con aquello.
Pero hay procesos de adquisición básicos de nuestra constitución, como el sexual, que se manifiestan más allá de la ayuda escolar; que no nos necesitan para constituirse, quiero decir. Sin embargo, como no nos convencemos, nos ponemos a “ayudar”, que es encorsetar, sobreinformar, moralizar, dominar y demás, porque vaya a saber si se dará o cómo se dará. Y es un error. Es un error porque se da y se da bien. Quien en su vida no tenga sexo no será porque algo no sepa, porque faltó a alguna escuela. Lo mismo que caminar, que hablar, negociar, correr… Cuando hay placer, y si no placer, seguro que impulso pulsional, la escuela (el sistema educativo general) no debe ponerse en el lugar de modelar, ni de informar, ni de determinar, ni de estandarizar, ni de investir, ni de empujar, ni nada de eso; al contrario, debemos aprender –nosotros, los educadores- a navegar el ímpetu irrefrenable de esa ola libidinal y sobre la marcha y a toda velocidad, acompañarla, limpiarla de fantasmas, liberarla, estimularla, ayudarla a manifestarse en sus mil maneras. Para eso estamos o deberíamos estar. Por eso seríamos reconocidos. Eso es la escuela nueva.
¿Estoy acaso pregonando que nuestra escuela se ponga al servicio del amor libre? Sí. Claro que sí. Siempre y cuando sea amor. El vínculo que nos garantiza el camino es el del sexo con el proyecto. Esa vida sexual, inserta en un proyecto trascendente al que está bien llamar “amor”, es la que se eleva y nos genera experiencias nuevas y una entidad superior. Si no fuera así, los actores porno serían las personas más felices del mundo, y no me consta.
Pero volvamos.
La buena educación moral es aprender a ser solidario siendo solidarios, a ser tolerantes tolerando, a ser respetuoso respetando y así. ¿La buena educación sexual será entonces siendo, es decir, haciendo? Yo creo que sí, por eso que es que no debemos plantearlo así. No estamos ahí para educar el sexo. Ni estamos para pasar apenas la remanida información de que existen los preservativos. Estamos para ayudar a nuestros alumnos a ser personas plenas, desenvueltas, ágiles para la vida, versátiles para el trabajo, atrevidas para las relaciones personales, audaces en la investigación, locas para la creación, felices para la colaboración, espléndidas para su exposición y exhibición y sagaces para sus negociaciones. Inteligentes en general y desenfadadas para ser quienes son. Propias. Abiertas. Incisivas siempre. Críticas cuando toque y dóciles cuando le toque al otro. Amigas. Pacientes. Concientes… y a veces no.
Si todo eso que nos hace plenos para la vida y que nos vale como premisas de la educación nueva también vale para el sexo –que creo que sí-, entonces también es ésa la dirección de trabajo que debemos llevar en aquello que tan mal nació y tan mal bautizamos como educación sexual.
El sexo que vale es una actitud, una manera de pararse ante lo sexual. Eso se educa, sí; pero no así como nosotros insistimos. Se educa pero no se escolariza. Se forja. Se construye incidentalmente; se forma. Se va constituyendo progresivamente, como trama de valores entronizada que da marco y sentido a nuestros comportamientos. El sexo es también una performance; un desempeño más, y de los importantes. Y como todos los desempeños, es evaluable.
La actitud sexual define a las personas así como su actitud intelectual. Y como en aquélla, en ésta también nos solemos equivocar. La manera de ponernos ante el conocimiento también se educa, pero no se escolariza. La actitud crítica, como la prácticas sexuales, se trabaja como se trabajan las personas, desde su trama simbólica, desde su estructuración de valores.
A ritmo de lambada, tan suave y cadenciosa como inexorable, así avanzamos con la nueva educación, que por aquí como por allá, en lo nuevo y en lo de siempre, por la boca o por más abajo, nos acabará llegando. Habrá que estar preparados.
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