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El concepto de cultura general, alguna vez relacionado con el linaje renacentista y enciclopédico del conocimiento, ha caído en desuso y aun en desprestigio, a pesar de que puede considerarse como el mejor recurso de supervivencia desarrollado por nuestra especie.

Walter Benjamin en la Bibliothèque nationale, París, 1937 (Fotografía de Gisèle Freund)

Alguna vez, no hace mucho, la idea de “cultura general” fue sumamente apreciada y, lo que es más importante, fomentada. Saber mucho y de todo fue una fórmula y una práctica que se alimentaron lo mismo de enciclopedias infantiles y juveniles, que de juegos de mesa y juguetes electrónicos que hacían del conocimiento amplio y variado su materia lúdica, incluso de programas radiales y de televisión que premiaban esto que podría considerarse una actitud de vida, esa mezcla de curiosidad, memoria y también afán de acumulación dirigido al saber de todas las materias posibles.

Ahora, sin embargo, dicha noción ha caído en desuso y en desprestigio. Me parece, pero quizá me equivoco, que ahora “ser culto”, como malamente se dice, se ve más como una extravagancia y una rareza, que como la normalidad a la que la mayoría debería aspirar. El linaje renacentista y enciclopédico de la cultura general degeneró en el timbrazo de los concursos de trivia y de ahí a la aparente inutilidad de saber sobre muchas cosas.

Nuestra época prefiere la especialización y la parcelación del conocimiento: saber mucho pero sobre poco como estrategia de supervivencia en este mundo (una que, ya desde el inicio, suena un tanto contradictoria).

Esta postura podría refutarse desde varias perspectivas, tal vez, pero en mi caso solo encuentro una de la que estoy absolutamente convencido y que toca especialmente la cultura literaria y artística en general.

Mi idea es que la cultura general nos ayuda a sobrellevar lo que vivimos, especialmente cuando las experiencias tocan los extremos de las emociones y los sentimientos. La alegría, el dolor, la tristeza, la felicidad, como situaciones vitales, se viven de otra manera cuando al hecho en sí añadimos un referente de alguien que ha transmutado uno similar por la vía de la literatura y las artes.

Digo añadir pero quizá sea más preciso hablar de una superposición, un poco a la manera en que el filósofo Bolívar Echeverría define el ethos de la modernidad barroca, en el cual a la realidad del mundo se enciman otras categorías que la saquen de su ruina y le otorguen un nuevo significado, la vivifiquen y le devuelvan algo de la tensión perdida (o jamás tenida).

Así, en el júbilo de la compañía amorosa satisfecha, se puede pensar en Mozart o en Verdi, en alguna aria de alguna ópera; o, por el contrario, en la desgracia, en Kafka y alguna línea de sus diarios, en donde tal vez se encuentre una familiaridad que por inesperada es extrañamente cálida.

En una entrevista reciente, que también se publicó aquí en Pijama Surf, el escritor Salman Rushdie recuerda una actitud que sirve para ejemplificar esto que ahora defiendo:

También seguía diciéndome —y no sé si esto suene exagerado o no— que estaba inspirado por la historia de la persecución literaria. Pensaba que esto había pasado antes, que no era la primera persona a quien esto había sucedido. Escritores habían estado en situaciones terribles y aun así las habían manejado para producir trabajos extraordinarios. Pensaba en Jean Genet en prisión. En Dostoievski enfrentando un pelotón de fusilamiento. Pensaba en los escritores de la literatura Samizdat y así sucesivamente. Sabemos que la historia de la literatura está llena de momentos en los cuales los escritores en situaciones pavorosas producen buenas cosas. Y pensaba para mí: “Bueno, si es tu turno, si eres el último en la fila de esas personas, no pongas excusas”. Sí, estás, como dice la policía, ‘atascado en un infierno’ [“hell of a jam”], pero esa no es excusa para no hacer tu trabajo. Así que ya sabes, manos a la obra, me decía a mí mismo.

Esa, me parece, es la principal ventaja de la cultura, no por nada el mejor recurso evolutivo desarrollado por nuestra especie: sacarnos del abismo en el que perpetuamente nos encontramos.

A propósito de esto, cierro con una anécdota sobre Walter Benjamin contada por Roberto Calasso (“Una tumba apócrifa”, Los cuarenta y nueve escalones), de la breve temporada que aquel pasó en el campo de concentración de Nevers, en agosto de 1939. Al final un comentario exegético del italiano que, creo, expresa con claridad la utilidad de la cultura, en cualquier época del mundo. Escribe Calasso:

No tardó en desarrollarse el mercado negro de la supervivencia. Benjamin ofrecía un curso de filosofía a alumnos “avanzados” a cambio de tres Gauloises o de un botón. Pero después tendría ideas más ambiciosas: quería fundar una revista para el campo, “naturalmente al más alto nivel”. Los redactores se encontraron un día para una reunión, entrando a cuatro patas en la madriguera del filósofo. “Señores, se trata de conseguir el brazal”, dijo Benjamin con cierta solemnidad. El brazal significaba el permiso para salir del campo unas cuantas horas por la mañana. No lo tuvieron nunca. Dos meses más tarde, Benjamin fue liberado, gracias a la intervención de Adrienne Monnier. En esa idea de hacer una revista para conseguir el brazal me parece que está expresado el último concepto de praxis adecuado a Benjamin: una acción que abre la posibilidad de salir de un campo de concentración, el cual, por otra parte, era la Historia misma.

Twitter del autor: @saturnesco