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La posibilidad de educarse con el conocimiento que se encuentra disponible en Internet, perteneciente a algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, representa una oportunidad para subvertir la jerarquía académica tradicional y acabar con una de sus prácticas más perniciosas: la necesidad creada de ser evaluados.

En años recientes Internet ha ganado presencia como una especie de vector donde confluyen múltiples, incontables oportunidades de acceso al conocimiento, desde las más elementales como las películas alojadas en YouTube y otros sitios de video o las grabaciones de cursos y clases que universidades de renombre —Yale, Harvard, Stanford, etc.— suben a la red en forma para su acceso gratuito y público.

Por esta y otras razones se ha dicho, con toda justicia, que Internet es la invención más importante desde la imprenta, en especial en su relación con la difusión del conocimiento que de alguna manera podríamos ubicar en esa tradición consignada en el apotegma de Terencio: “nada de lo humano me es ajeno” (“humani nihil a me alienum puto”).

Esta tendencia ha comenzado a perturbar la estructura jerárquica que, simbolizada en la escuela, se nos hace creer que es la única manera válida de aprender: la relación vertical entre un maestro —un sujeto del supuesto saber, para utilizar la fórmula lacaniana— y un alumno con la misión o la obligación de recibir lo que este tenga a bien ofrecerle. Un sistema que además se nutre de otros mecanismos que, en este nuevo modelo, de alguna manera quedan ampliamente cuestionados: por ejemplo, la necesidad creada de ser evaluados que acompaña la monopolización escolar del conocimiento.

En efecto: parte de importante de la manera en que se conformaron las universidades, ya desde la Edad Media, es ese examen —a un tiempo diacrónico y sincrónico, constante e infinito y puntualizado en momentos y circunstancias particulares (como cuando se obtiene un grado académico)— que determina si una persona sabe o no de acuerdo con criterios establecidos por un cuerpo colegiado y, se supone, mucho más erudito y experimentado que aquel que se somete a su juicio.

¿Pero si no existe esa comunidad de pares, o si existe pero no con el ánimo de sancionar el conocimiento adquirido, este es menos válido? Y, por otro lado, sin ese circuito de evaluación que los propios alumnos que lo aceptan ratifican, ¿la estrctura y jerarquía escolar siguen teniendo sentido?

Este es sin duda uno de los principales retos que enfrenta la educación por Intenet: echar abajo esa idea tan extendida, de la cual el sujeto se apropia tanto, psicológicamente peligrosa en este sentido, de que solo la aprobación de otros justifica aprender algo.

A este respecto The New York Times publicó recientemente un interesante testimonio de Tamar Lewin, una de sus columnistas recurrentes en el que enumera una serie de cursos en línea y conferencias, un tanto extravagantes, que ha seguido en los últimos días sobre distintas manifestaciones musicales. Pero, como escribe Lewin, teniendo todos en común el hecho de que no otorgaban ningún tipo de crédito:

Las calificaciones no eran el punto, sin embargo. El curso no ofrecía ningún crédito, solo un certificado para los estudiantes con puntaje de 70 por ciento (“con distinción” para el 80 por ciento) —no muy útil, dada la decepcionante demanda de los expertos en música.

Asimismo el texto de Lewin es una especie de anecdotario de algunos de esos beneficios que acompañan el aprendizaje desinteresado, libre, que también se ha identificado con el autodidactismo, esa curiosidad que se ve recompensada cuando, sorpresivamente, algo que se sabe se revela valioso en determinada situación.

Quizá, con el tiempo, si el proyecto educativo de Internet triunfe y arrebate el monopolio del conocimiento a las instituciones que tradicionalmente se lo han arrogado. Un escenario contradictorio en el que sin duda entrarán en conflicto ambos modelos, pero también una oportunidad para acabar con esos mecanismos de evaluación que, desde cierta perspectiva, podrían parecer anacrónicos, obsoletos o vacíos.

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