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Por medio de la empatía, el pensamiento deliberativo y el acercamiento a la belleza (tres de sus características más propias), la literatura tiene el inmenso y no siempre valorado poder de transformar el mundo.

Brian Dettmer, Prose and Poetry of England (Detalle)

Salvo en una época antigua en que la literatura estaba asociada al mundo de lo sagrado, desde hace varios siglos a este se le encasilla en el mundo del ocio y del entretenimiento, una actividad que se realiza para cultivar el espíritu y ocupar de alguna manera los tiempos muertos. Sea como lector o como autor, quien se entrega a la literatura de algún modo se retira voluntariamente a las márgenes del mundo, a esa zona ligeramente edénica donde cesa y se detiene el imperativo de estar siempre produciendo.

De ahí también que, usualmente, se piense que esta manifestación de la creatividad humana no puede transformar el mundo. Las novelas, los cuentos, la poesía, pertenecen a la esfera de la trivialidad y el entretenimiento, alejada en grado sumo de los ámbitos donde se resuelven verdaderamente los temas trascendentales que deciden el pomposo y grandilocuente curso de la humanidad.

¿Pero esto es cierto? ¿Un objeto tan importante para la civilización humana como el libro puede ser desestimado tan fácilmente?

Tomando como pretexto el libro The Better Angels of Our Nature de Steven Pinker (psicólogo de origen canadiense y profesor en Harvard), la también académica de Harvard Elaine Scarry se pregunta cuál es el “poder ético de la literatura”: “¿Puede esta disminuir los actos injuriosos? Y, si puede, ¿qué aspectos de la literatura merecen el crédito?”

Ambos profesores se apoyan notablemente en una de las características de la palabra identificadas ya por Aristóteles: su capacidad para tocar lo más profundo de nuestro espíritu, para acercarnos a lo que puede sentir otra persona en circunstancias radicalmente distintas a las nuestras pero que, a pesar de todo, somos capaces de imaginar y aun revivir. La catarsis de los antiguos, la empatía de los modernos.

Pero este primer acercamiento, aunque admirable por el desarrollo cognitivo que supone, no es del todo novedoso. Es en el giro que se le da a esta idea donde radica lo interesante del planteamiento. Escribe Scarry:

Por “empatía” Hunt y Pinker —acertadamente, a mi juicio— entienden no la capacidad de la literatura para hacernos sentir compasión por un personaje ficticio (aunque en efecto lo hace), sino su capacidad para ejercitar y reforzar nuestro reconocimiento de que hay otros puntos de vista en el mundo y volverlo un hábito mental poderoso. Si este reconocimiento ocurre en una cantidad suficientemente amplia de población, entonces una ley contra el daño a otros puede aprobarse, después de lo cual la prohibición que esta expresa se vuelve autónoma e independiente de la sensibilidad. La literatura dice: “Imagina a Pamela, y su derecho a estar libre de daño será evidente por sí mismo para ti”. La ley dice: “No estamos interesados en tus habilidades o discapacidades imaginativas; puedas o no imaginar a Pamela, tienes prohibido dañarla”.

Y si bien este rasgo es uno de los más importantes, la base amplia en la que se construyen todas las otras posibles características de la literatura, el poder transformador de esta se nutre de al menos otros dos igual de imprescindibles: el pensamiento deliberativo y su belleza intrínseca.

El primero encuentra su expresión más acabada en la poesía y, además, se le puede considerar uno de sus actos fundacionales. La deliberación entre los pros y los contras es, desde esta perspectiva, una parte consustancial de la composición poética. Los autores mencionados se remiten a la Ilíada —quizá una de las obras más importantes en el desarrollo civilizatorio de Occidente— para ejemplificar y demostrar su premisa.

De entrada hay que tomar en cuenta que, en esencia, el poema homérico es la historia de una disputa, de una confrontación, de la oposición de voluntades entre Aquiles y Agamenón, motivo que predispone ya la forma que tomará tanto esta composición como otras posteriores (las églogas virgilianas, el soneto de Petrarca, los “parlamentos” de la poesía medieval inglesa, entre otras): el diálogo alternado, la puesta en acción de visiones encontradas, la deliberación de juicios y opiniones que persiguen fines distintos pero que por alguna razón confluyeron en la misma vía.

Con el tiempo, y en buena medida por el solemne respeto que estas obras tuvieron en el imaginario colectivo europeo, este estilo poético terminó por moldear “nuevas instituciones cívicas en las cuales la disputa se llevaba a cabo obsesivamente” —por ejemplo, las universidades.

En cierta forma, la posibilidad del debate moldeada por la literatura no es otra cosa que la expresión efectiva, fuera de la mente del lector, de la empatía que propicia la ficción.

Lo que tienen en común no es solo el reconocimiento de que existen múltiples puntos de vista, dos lados de la moneda, también la oportunidad de practica y, por lo tanto, de profundizar y fortalecer ese reconocimiento.

Más importante, ambos, la disputa y la narrativa empática, requieren pensamiento contrafáctico para pensar en lo que no se está defendiendo. En una disputa, nuestro argumento nos parece verdadero, fáctico, y el del otro falso, contrafáctico. Pero tomamos en cuenta ambos. Si imaginamos un poema de disputa como una novela, lo que pasa es que el lado fáctico se ha suprimido y en su lugar tenemos solo el contrafáctico. O, dicho de otra manera, en un poema de disputa la perspectiva en la que creemos (digamos, la de la rosa) puede ser entendido únicamente como una excusa narrativa para introducir aquella en la que no creemos (la de la violeta). En el tiempo de la ficción, la necesidad de atraernos a la historia de la violeta proporcionándonos la presencia tranquilizadora de la rosa, se ha abandonado. Solo tenemos lo contrafáctico de inicio a fin.

Por último, la esencia misma de la literatura: su belleza, el elemento más fugitivo, más inasible, esa presencia ambigua que, como los dioses de la antigüedad, está y no está al mismo tiempo, acude cuando se le invoca y cuando las circunstancias son propicias, cuando el iniciado se encuentra en el sitio y en el momento correctos, que desaparece apenas se le percibe, que deja una marca indeleble en quien ha tenido contacto con ella. “Belleza más piedad: eso es lo más cerca que podemos llegar a una definición de arte. Donde hay belleza hay piedad, por la simple razón de que la belleza debe morir: la belleza siempre muere, la forma muere con la materia, el mundo muere con el individuo”, dijo alguna vez Nabokov.

Si somos capaces de admirar lo bello, si gracias a la literatura hemos aprendido a contemplar la posibilidad de belleza que late en este que es “el mejor de los mundos posibles” porque existimos en él, ¿aun así somos capaces de mal y de daño?

Son tres, por lo menos, las vías por las cuales la belleza puede operar una transformación del lector. Primero, la simetría en la que descansa, la equidad que según los cánones clásicos es necesaria y propia de todo lo bello. La métrica de un poema, por ejemplo, pero también la simetría con la que, según John Rawls, funciona el reino de la justicia: “la simetría de las relaciones de uno para con los otros”.

En segundo lugar, “la belleza nos interrumpe y nos da un alivio de nuestra propia mente”. Un “descentramiento radical” para Simone Weil, porque al tiempo que nos da placer nos hace sentir en las orillas del mundo, combinación que, curiosamente, es también el primer paso hacia la justicia.

El tercero es el que expresa el famoso verso de Shakespeare y que se remonta a otras fuentes más antiguas: «From fairest creatures we desire increase». Cuando trabamos conocimiento con lo hermoso, lo justo, surge también el deseo de que esto prospere, que se multiplique, que cubra el mundo en su totalidad.

Y contrario a lo que podría pensarse, todo esto no es palabrería. Quienes han tenido la oportunidad de comprobarlo en carne propia, sin duda se encontrarán identificados con muchas de las cosas dichas anteriormente. Algo que, además, es una añeja herencia de muchas generaciones pasadas.

Porque la lectura es una práctica que se ha mantenido más o menos idéntica desde hace varios siglos, sobre todo en sus efectos más esenciales, ese núcleo precioso que, cuando se le despierta, nos vuelve evidente el vínculo estrecho que existe entre nuestra más profunda subjetividad y la comunidad que nos acoge y de la que formamos parte activa.

Con información de Boston Review