Durante muchos años se ha creído que la mejor manera de tratar un suceso pesaroso es hablar de ello con una persona específicamente entrenada para ayudar al sufriente no solo a que sufra menos, sino a entender mejor la causa de dicho sufrimiento.
Como sabemos, este método fue sistematizado, desde una perspectiva más teórica, por el vienés Sigmund Freud y continuada, por distintos caminos, por Carl Jung y Jacques Lacan, entre los más prominentes. Pero igualmente otros como Jeffrey Mitchell (sobreviviente de un accidente automovilístico) han elaborado manuales prácticos para estas situaciones que en la terminología médica se agrupan bajo la denominación de Estrés Post-Traumático (EPT).
Sin embargo, en los últimos años los descubrimientos en el campo de la neurociencia han contribuido a aclarar lo que verdaderamente sucede al interior de nuestro cerebro cuando intentamos lidiar con recuerdos dolorosos.
Sin duda el hallazgo crucial en este sentido fue saber que la memoria no se comporta como habitualmente (incluso desde el sentido común) estamos habituados a creer. En términos generales, la memoria no es un bloque indiviso en el que se van grabando nuestras vivencias y permanecen ahí, marmóreas, hasta el día en que ya no las recordamos más. Según varios neurocientíficos, la memoria es más volátil y no se puede decir, estrictamente, que los recuerdos se almacenan. Su comportamiento es más errático: cada vez que recordamos algo, el cerebro vuelve a formar ese recuerdo, introduciendo sutiles variaciones que dependen de las circunstancias en que volvemos a recordarlo, sobre todo nuestro estado emocional (por eso, dicen algunos, es tan fácil inducir recuerdos falsos).
Así es como se explica que la terapia, hablar de la situación dolorosa con otra persona, haya ayudado a muchísimas personas a sobrellevar su situación: situadas en un contexto inofensivo, pacífico, propicio, el recuerdo emerge en una versión distinta a la del momento en que se vivió, en muchos casos perdida la asociación traumática que lo hacía insoportable.
La neurociencia interviene en este punto para identificar la manera, a nivel cerebral, en que se forman dichos recuerdos, los neuroquímicos y las parte del cerebro que intervienen al memorizar en cada ocasión una de esas imágenes. Porque, no está de más subrayarlo, ahora se sabe también que la memoria no reside en un solo sitio, sino que está dispersa en varias zonas dependiendo del tipo de recuerdo registrado: las emociones negativas en la amígdala, los elementos visuales en el córtex visual, los auditivos en el córtex auditivo, etc. Al volver a recordar la química del cerebro y las acciones que este ejecuta también son otras.
Con esta premisa, la siguiente pregunta parece obvia: ¿es posible realizar artificialmente eso que el cerebro hace naturalmente? Y la respuesta, en el estado actual de la neurociencia, parece positiva. Varios experimentos (algunos de ellos reseñados por Jonah Lehrer en el artículo de donde procede esta información) han demostrado que con la combinación química correcta es posible manipular la memoria, en particular eliminar un recuerdo doloroso permanentemente y sin afectar otras funciones cerebrales. "En el futuro el acto de recordar algo será una decisión", dice Lehrer.
Un ejemplo análogo, por así decirlo, de una sustancia que puede alterar la memoria actualmente es el MDMA (éxtasis). Ya que esta droga detona emociones positivas --y entendiendo el proceso de reconsolidación de una memoria--, pacientes que recibieron MDMA para tratar su depresión post traumática asociaron los eventos traumáticos que revisitaron en su terapia con los sentimientos positivos de esta sustancia. El 83% de los pacientes mostraron una dramática disminución el los síntomas en menos de dos meses.
Pero el tratamiento potencial va más allá, pues a diferencia de otros procedimientos (casi todos ficticios) que plantean posibilidades similares pero borrando la memoria entera, la neurociencia propone una especie de inyección precisa que ataca el dolor de un recuerdo, esa dimensión de pena que impide a una persona continuar con su vida.
“Una vez que la gente se dé cuenta de cómo funciona realmente la memoria, muchas de las creencias de que esta no puede cambiarse parecerán un poco ridículas. Cualquier cosa puede cambiar la memoria. Esta tecnología no es nueva. Es solo una mejor version de un proceso biológico existente”, explica Karim Nader, quien descubrió la síntesis de proteínas directamente relacionada con la reformulación de los recuerdos.
En cuanto a las contrariedades éticas en este asunto, quizá la más importante sea la que señala Lehrer al final de su recuento: el hecho de que en nuestra realidad cultural vigente el dolor, el sufrimiento, la aflicción, tienen fin y sentido claro, usualmente identificados con el aprendizaje, con el carácter, incluso con la promesa de recompensa (no necesariamente ultraterrena) que se cristaliza en la adquisición de sabiduría, de experiencia, de ese residuo consolador que, creemos, permanece en el fondo de toda experiencia penosa.
La pregunta quizá sea si de verdad sería viable un mundo sin dolor.