Sabemos bien que la idolatría a los líderes políticos muertos no es para nada extraña y que incluso ha llegado a extremos como la célebre conservación y veneración del líder soviético Lenin, momificado y expuesto en la Plaza Roja muy poco tiempo después de su muerte (en 1924).
Pero, se dirá, Lenin por lo menos estaba muerto y ya sin posibilidades de que dicho estado se revirtiera. Mucho más sorprendente es el caso, en las antípodas, de George Washington, en torno al cual un amigo cercano fraguó un método que supuestamente permitiría revivirlo después de que hubiera dado su última exhalación.
El responsable de dicho plan fue William Thornton, mucho más conocido en la historia estadounidense por haber diseñado el edificio del Capitolio, pero también fue un médico avezado que, sin embargo, ejerció poco. El día de la muerte de Washington, Thornton buscó a su esposa y le propuso que calentara el cuerpo exponiéndolo al calor del fuego y al frotamiento vigoroso con mantas; mientras lo hacía, él por su parte pensaba realizar una traqueotomía para insertar un fuelle en la garganta del Padre Fundador para insuflar aire en sus pulmones y, finalmente, hacerle una transfusión de sangre de cordero (?).
Por desgracia los familiares del primer presidente de Estados Unidos declinaron la oferta del médico. Un poco por incredulidad del proyecto (no se entiende por qué) y otro tanto por respeto al difunto, por creer que era mejor que descansara en paz y dejara paso.
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