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La posibilidad de que Felipe Calderón sea llevado a juicio ante la Corte Penal Internacional, aunque improbable, permite preguntarnos por el grado de responsabilidad que su gobierno tiene en la situación actual de violencia en México.

Solo hasta la semana pasada supe que ha circulado, al menos desde hace casi cuatro meses, una petición para que Felipe Calderón responda ante un tribunal por las pavorosas consecuencias que su “lucha contra el crimen organizado”, esta “guerra estúpida” como otros la han llamado, ha tenido entre diversos sectores de la población en todo el país, sobre todo los vulnerables e inocentes como los jóvenes y los niños, deteriorando de pasada el respeto a los derechos humanos más elementales que todos deberíamos tener garantizados.

La propuesta es atractiva y quizá hasta sensacionalista, pero no descabellada. Y, por cierto, no está centrada únicamente en el presidente mexicano, también toma en cuenta a otras autoridades del gobierno federal, del ejército y la marina, además de miembros de los cárteles, quienes de una u otra forma han contribuido, todos, a generar o fomentar la violencia y las prácticas ilegales e inhumanas que se han vuelto cosa de todos los días en el territorio nacional.

Pero más allá del destino jurídico e histórico de esta hipotética posibilidad, de sentar a Calderón y otros ante la Corte Penal Internacional, el asunto nos invita a pensar un poco en torno a la responsabilidad que tienen las autoridades de la situación en que se encuentra el país. No son pocas las personas que se creen a pie juntillas esa cantaleta de que este presidente ha sido el único que se atrevió (sic) a enfrentar a los criminales, el único que "se fajó los pantalones” y plantó cara a la delincuencia. Esta consigna es propaganda pura y como tal no debiera atribuírsele mayor valor, pero, como digo, hay quienes la consideran cierta e incluso la adoptan como bandera propia en defensa del presidente, en buena medida porque se le difunde desde el gobierno mismo, al parecer porque Calderón, ahíto de amor propio o megalomanía, también cree con fe ciega en su cruzada y su heroísmo —a pesar de los resultados.

La idea es desmesurada, delirante acaso, pero aun así es posible concederle, así sea con fines discursivos, una poca de razón. Aceptemos de momento que el gobierno está obligado a enfrentar el delito; que, en la perspectiva más elemental de la teoría política, para eso se fundó al Estado y para eso la mayoría de la población entregó a una minoría la facultad de gobernar. Aceptemos también que este gobierno, el de Calderón, no rehuyó dicha obligación. ¿Eso lo exime de responder por sus actos? Parece que Calderón piensa que sí. Que oponer a la negociación o la omisión el enfrentamiento directo y brutal es meritorio per se. Como si renunciar a la vía de sus antecesores bastara para que su supuesta estrategia se volviera no solo efectiva, sino loable.

Nada más falso. Aunque Calderón se arrogue el dudoso honor de “no negociar con delincuentes”, no por eso queda a salvo de responder por el resto de sus actos. Si asumió la obligación de garantizar la seguridad de los ciudadanos pero con una estrategia equivocada, debe también asumir las consecuencias de dicho equívoco y resarcir a los afectados por seis años de violencia, seis años de terror, seis años de millones y millones de pesos tirados al bote de la basura de los policías y el armamento y el ejército y todos esos rubros que en nada favorecen al desarrollo de México.

Difícilmente Felipe Calderón —o García Luna o el gobernador de Nuevo León o el alcalde de Monterrey o, para ponerlos a todos en un mismo costal, el Chapo— serán llevados a juicio. Ni siquiera renunciará ninguno de ellos a sus respectivos cargos, porque eso significaría reconocer su responsabilidad —evidente o mínima— en la situación actual del país.

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