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¿Qué sucede durante una lectura de Shakespeare? ¿Qué tan alejados nos encontramos de sus obras y su literatura? ¿Qué tanto de lo que se adivina entre los intersticios todavía alcanza nuestro entendimiento?

Hace unos días leí El mercader de Venecia: una lectura superficial, rápida, descuidada incluso, que comencé un poco por distraerme, por pasar el rato tedioso a bordo del autobús, porque las primeras líneas de la nota introductoria de su traductor, José María Valverde, de alguna manera me hablaron tan de cerca —solo por iniciar, previsible, lógica, habitualmente, con el resumen de la obra y, de éste, con la primera escena en la que se le presenta al espectador-lector un Antonio triste que desconoce la razón de su tristeza (crónica, patológica, según diríamos hoy, pretendiendo que el tecnicismo, como los exorcismos de antaño, vencen sobre las fuerzas incomprensibles que en ocasiones nos toman sin causa ni razón y no nos abandonan durante mucho tiempo).

A reserva de leerla otra vez con más calma, mañana o la semana próxima o en un momento igual de casual y azaroso como aquél, y dejar constancia de dos o tres fragmentos que de veras llamaron mi atención, comencé a escribir esto para referir esta sola impresión: es curioso o notable o enigmático o inquietante o todo eso y más a la vez, que al leer a Shakespeare quede la sensación de no comprenderlo totalmente, como si en el fondo de los versos y las descripciones descansara un núcleo inaccesible en el que se conservara, me dice mi fe de lector, el verdadero significado de las palabras leídas o escuchadas; entonces, por pereza o ignorancia pienso en el barroco, en los muchos años transcurridos desde el siglo XVI, en que quizá dicha lejanía temporal —y espacial— explica esa insalvable incomprensión, esa irremediable incomunicación entre el texto y el lector, pienso que quizá por eso a Shakespeare le caen tan bien las lecturas, las interpretaciones, las utilizaciones psicoanalíticas, sean freudianas o lacanianas, pero pienso también que a pesar de toda su inteligencia, de toda la sagacidad de ambos —Freud o Lacan— para saber adaptar a Shakespeare a sus fines, todavía queda algo, un residuo o un resto, un sedimento, una última parcela que se resiste a todo: a la comprensión y a la interpretación y a la lectura y también a la fácil o cómoda denominación, designación, de literatura, como si la literatura fuera solo eso que por pereza o ineptitud somos incapaces de nombrar, algo que quizá los primeros espectadores de las obras shakesperianas comprendían como un chiste de entre casa, como un guiño anclado o basado en su contemporaneidad, como un mote o una grosería o un apodo burlesco cuya gracia estaba dirigida, confiada, a esos primeros espectadores, pero pienso también que esto no basta, que incluso si esto es cierto hay algo más, algo todavía más profundo, más encerrado, más sumergido en el magma incandescente del genio o del talento, algo que quizá residía solo en la mente de Shakespeare, en la memoria de Shakespeare, algo de lo que quizá el mismo Shakespeare se sintió orgulloso o admirado o ante lo cual no sintió nada, porque era cosa de todos los días, común para él, algo que quizá olvidaba uno, dos, tres días después de haberlo escrito, y pienso, antes o después de esto, pienso, finalmente, que quizá ese último recinto, ese relicario prodigioso y carísimo, ese misterio indescifrable y místico que por comodidad o pereza estoy a punto de denominar o designar literatura, como si ésta fuera solo eso que por ineptitud y facilidad soy (somos) incapaz de nombrar, esa zona del significado que solo alcanzo a presentir a través de su existencia que, por otra parte, también supongo, es, quizá, una zona vacía, una nada rodeada taimadamente de palabras y juegos de palabras y rimas y figuras retóricas e ideas pretendidamente profundas o superiores (¿con respecto a qué?), revestidas de banalidad y cotidianeidad, una última sala vacía de un palacio que solo entonces descubro abandonado y ruinoso.

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