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Los sueños y el cine parecen estar hechos de la misma substancia, el ojo y la cámara navegan un mismo tejido onírico que trasciende la lógica de lo meramente "real" en su "metamirada"

Comienzo con una confesión que, como cualquiera, me avergüenza un poco hacer pública: desde hace tiempo tengo la costumbre de transcribir mis sueños. No siempre, no todos. No siempre hay sobrevivientes en ese naufragio que llamamos despertar. No todos son capaces de aferrarse a una imagen significativa o inquietante, una que permita al sueño escapar sin mutilaciones mayúsculas a la tierra firme de la memoria. Si un sueño me impresiona o me molesta tomo el cuaderno o me siento frente a la computadora para transcribirlo, para intentar traducir sus imágenes y secuencias en las palabras precisas que lo expresen. A veces por la mañana, sin importar que esa distracción retrase mis obligaciones; más frecuentemente por la tarde o por la noche, una vez que el día hábil, útil, ha finalizado. Entonces recorro, asombrado y tambaleante, guiado por la delgada hebra que me ofrece un motivo, un recuerdo que se destaca entre la confusión y el caos, esa mínima historia soñada apenas unas horas antes. Como si me encontrara entre ruinas y escombros, intento explorar el lugar para reconstruirlo, para imaginarlo, como los entusiastas de la historia antigua, como Piranesi o Vivant Denon, en su estado original de esplendor o decadencia.

Este hábito me ha reportado más dudas que descubrimientos o revelaciones, lo cual es una buena señal. Al toparme con un vacío de mi sueño, por ejemplo, al notar que la secuencia antes límpida se interrumpe de pronto, más allá de preguntarme, psicoanalíticamente, por el trauma o el misterio que se oculta detrás de ese olvido, me preocupa, narrativamente, la tendencia a llenar dicho vacío con un cliché o un lugar común, con retazos de historias consabidas y tomadas de otros. Si el sueño, pongamos por caso, trata de un encuentro amoroso, temo que si no sé o no recuerdo cómo se desarrolló en el sueño dicho encuentro tienda a pensarlo y escribirlo de conformidad con alguna de las dos o tres variantes que conocemos para una historia amorosa: o la caballeresca o la romántica o la frustrada por el destino. Me pregunto entonces hasta qué punto escribo lo que de verdad quiero escribir, hasta qué punto me adapto, involuntariamente y por falta de talento, a esos modelos narrativos.

Recientemente he notado también el comportamiento un tanto cinematográfico de mis sueños. Acercamientos, tomas panorámicas, travellings, son algunos de los cambios de perspectiva presentes en mis sueños. Un close-up me muestra en detalle una mano intentando forzar una cerradura; un flashback me trae a la memoria, dentro del mismo sueño, un sueño anterior relacionado con ese que sueño ahora; miro algo que, en la realidad, no podría mirar, como el interior de un automóvil sin estar dentro de él o las personas que se alborotan afuera de un cuarto en el que permanezco.

En este caso me pregunto si ya alguien soñaba de esta manera antes de la existencia del cine y sus procedimientos. Pienso que quizá los libros ya ofrecen esta posibilidad. O la propia mente, que es capaz de imaginar lo que no ve pero intuye, de levantar, teniendo a la mano apenas unos cuantos indicios, una realidad factible. La mente que, como dice Roberto Calasso asociando el ātman del hinduismo al fotógrafo de la pierna enyesada en Rear Window, es capaz de separarse entre un Sí y un Yo, entre un «ojo soberano, inmóvil» y una «metamirada que se sobrepone a la mirada». Quizá por ello estoy convencido de que el cine nació en los sueños de alguien y que en los de otros encuentra su perenne renovación.

Un ejercicio fructífero, aunque exhaustivo, este de transcribir sueños.

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