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Dos posiciones irresolubles se enfrentan en la actualidad, no sin fanatismos religiosos, la herencia burguesa y el consumismo se oponen a la ecología, moda y austeridad.

Me desagrada hacer cualquier cosa a la luz de un foco ahorrador: leer, escribir, jugar un juego de mesa, platicar o sólo estar ahí, intentando pensar en nada. Las impresiones en hojas recicladas me confunden. No me gusta andar a tientas en la oscuridad cuando sé que existe la posibilidad de accionar un interruptor para que el lugar se ilumine. Todos los días me baño y casi todos los días me pesa estar obligado a captar el agua fría que viene antes de la caliente y tener que cerrarle mientras me enjabono. Degusto ávido la carne de los ganados más comunes poniendo menos interés en su origen y sus certificaciones que en su sabor. Alguna vez leí o me dijeron que los aparatos como la tele o el estéreo consumen energía incluso al estar apagados, a causa del dispositivo de control remoto, entonces los desconecté y ahora siempre olvido que están desconectados y siempre, cuando me encamino rumbo al enchufe, me pregunto por qué adopté esa medida, por qué me siento compelido a obedecer esas consejas. Por fortuna no tengo coche ni sé manejar y me ahorro así el dilema de si usarlo o no, de si es preferible optar por el transporte público o, mejor aún, caminar o montarse en la bicicleta.

La acumulación de estas insignificantes experiencias me ha convencido de la disputa quién sabe si irresoluble entre ecología y comodidad, de la contradicción inherente entre la forma de vida que predican unos y otros sacerdotes.

Por un lado el modo de ser burgués, que venimos arrastrando más o menos desde el siglo XVIII. Ese modo de ser que privilegia el confort, la satisfacción propia, el egoísmo, que convierte al trabajo y el dinero en argumentos y justificantes de acciones y conductas: si lo compraste, si trabajaste tanto para tenerlo, si ya lo pagaste, nadie puede decirte que no uses lo que compraste, lo que tienes, lo que pagaste. A la par que esta forma de pensar y actuar se originó y asentó inadvertidamente en la Revolución Industrial, no por casualidad surgieron ciertas fantasías fincadas en los avances de la técnica sobre sociedades ociosas cuyos bienes serían producidos por máquinas y no por hombres: la humanidad sintió al alcance de la mano el edén perdido hacía tantos siglos.

La combinación de ambas tendencias ha producido efectos varios y complejos que yo alevosa y quizá equivocadamente sintetizaré así: desde el siglo XVIII el hombre ha intentando conquistar la comodidad a través del trabajo, el dinero y las máquinas y ha hecho de los dos primeros la razón que justifique el uso de las máquinas en aras de la comodidad. Una cómoda tautología.

Sin embargo, el discurso ecológico contemporáneo se encuentra en el punto opuesto de esta búsqueda casi mítica del modo de ser burgués. A la comodidad del auto, del agua caliente, de la luz brillante, enfrenta opciones no incómodas per se, sino incómodas en un mundo que se ha acostumbrado a conseguir la comodidad a cualquier precio. El lujo (más relacionado con el valor simbólico y social de las cosas) también tiene su vela en el entierro del planeta. El automóvil representa al mismo tiempo lujo y comodidad. Comer carne de res es menos comodidad que lujo y no tiene mucho que incluso era signo de distinción, ahora es ocasión de culpa o de vergüenza y tal vez en el futuro sea de linchamiento si enunciados como este (sacado de aquí) se vuelven dogmas: «Un simple vaso de leche en el desayuno puede representar un gran costo ambiental para el planeta».

No sé si haya manera de conciliar ambas posturas. Pienso que no si ambas conservan su forma actual. Pero son los ecologistas quienes quieren cambiar al mundo.