Entre varios otros dilemas y encrucijadas, el ser humano se debate entre la memoria y el olvido, el anhelo de posesión y la necesidad de la pérdida, retener o liberar.
Nuestra época –los últimos diez, veinte años– ha sido especialmente incisiva con las ideas del “dejar ir” y el “soltar”, nociones de vaga influencia oriental, importadas para el pensamiento dominante occidental del budismo y otras doctrinas similares pero aligeradas, traídas como animales exóticos que, una vez fuera de su hábitat natural, parecieran ya no tener otra alternativa más que aceptar su indefensión, cierta artificialidad de su existencia.
¿Cómo conciliar ese imperativo lanzado al mismo tiempo al vacío y a la totalidad, con nuestras singulares vidas humanas? ¿Cómo se le puede pedir a la mujer que vivió veinte, treinta o cuarenta años con su esposo, que una vez fallecido él y ella viuda de un momento a otro, lo “deje ir”? ¿Cómo “dejar ir” tan fácilmente los rasgos de personalidad de un cierto yo que hemos sido, los cuales, de una manera a otra, o nos han sido útiles o nos han ayudado a sobrellevar la existencia? ¿Cómo “soltar” las horas felices pasadas con alguien que ya no está y cuyo recuerdo todavía ilumina ciertas zonas de nuestra memoria? ¿Cómo pasar tan sencillamente a algo más, cuando algunas partes de nuestro yo todavía permanecen ancladas en puertos de donde no quieren o no pueden zarpar?
Y, con todo, es necesario hacerlo. De ahí que la exigencia de “dejar ir” no esté del todo equivocada o desencaminada. La motivación que la anima es, de hecho, más o menos fácil de señalar y también se ha convertido ahora en una suerte de conocimiento compartido: el anhelo de posesión, de fijación o de aferramiento deriva casi siempre e inevitablemente en sufrimiento. Pretender que algo, cualquier cosa –una relación interpersonal, un trabajo, un proyecto, una idea, uno mismo– sea fijo o estable aquí, en este mundo y esta vida, donde todo cambia, es a todas luces una contradicción casi hasta esencial, estructural –en la que no obstante tantos incurrimos…–. Cada cual encontrará la salida a ese laberinto, pues toma también una forma singular para cada persona.
A continuación, una sugerencia de Bernardo Soares/Fernando Pessoa al respecto, proveniente de su Libro del desasosiego:
94.
Vivir es ser otro. Y sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir —es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.
Borrar todo del cuadro de un día para otro, ser nuevo con cada madrugada, en una revirginidad perpetua de la emoción —esto, y sólo esto, vale la pena ser o poseer, para ser o poseer lo que imperfectamente somos.
Esta madrugada es la primera del mundo. Nunca este color de rosa amarilleando hacia el blanco cálido se posó así en el rostro con que el caserío del oeste encara lleno de ojos acristalados el silencio que trae la luz creciente. Nunca hubo este momento, ni esta luz, ni este mi ser. Lo que mañana sea será otra cosa, y lo que vea será visto por ojos recompuestos, llenos de una nueva visión.
¡Altos montes de la ciudad! Grandes arquitecturas que las laderas empinadas agrandan y aseguran, despeñamientos de edificios diversamente amontonados, que la luz teje de sombras y quemaduras —sois hoy, sois yo, porque os veo, sois lo que [¿seré?] mañana, y os amo desde la amurada como un navío que pasa a través de otro navío y hay saudades desconocidas al pasar.