Michel Foucault es considerado el segundo Marx, un Nietzsche 2.0 o un genio irrepetible. También un filósofo inútil, o ni siquiera lo primero. Sólo un inoperante, un conservador inconsciente sin propuestas de cambio, o un loco demasiado radical, quien no sólo pedía enemistarse con el capital económico burgués, sino con sus clínicas, cárceles y escuelas.
Yo me atrevo a escribir sobre Foucault también como contradicción, aunque en términos muy distintos. Me interesa poco o como algo muy secundario su influencia política o para esa rara disciplina de la sociología. Me interesa su carácter multihomicida conmovedor. En su libro Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, publicado por primera vez en 1966, hizo su aparición ese aullido claro y delirante. La primera locura en Foucault fue tratar de racionalizar y poner en negro sobre blanco esa suerte de maldición animal y santa: no insistamos en que lo propio del saber es ver o demostrar.
Quizá suscribiría como arqueólogo, y no como demoledor de casillos metafísicos, que las cualidades de flexibilidad y suavidad son habitualmente superiores a las de rigidez y fuerza. Un consejo del maestro chino Lǎozǐ tomado de su célebre obra Dàodé Jīng.
El presente ensayo en tres partes propone profundizar desde ópticas variadas sobre la principal conclusión del filósofo francés en Las palabras y las cosas: “El hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano”. Porque aquello que denominamos humano se inscribe más allá de toda sangre bien animada. Es la síntesis de una interrogación, una duda sin memoria que se ha prologado demasiado:
¿Cómo hacer que el hombre piense lo que no piensa, habite aquello que se le escapa en el modo de una ocupación muda, anime, por una especie de movimiento congelado, esta figura de sí mismo que se le presenta bajo la forma de una exterioridad testaruda?
¿Cómo puede ser el hombre esta vida cuya red, cuyas pulsaciones, cuya fuerza enterrada desbordan infinitamente la experiencia que de ellas le es dada de inmediato?
Para Foucault, la posible muerte conceptual del ser humano es una oportunidad que no se reconocerá sin retrotraernos hasta su nacimiento por ese túnel mortal hacia la luz. Hay que investigar las condiciones que han hecho posible su invención en las regiones del saber. Las palabras y las cosas es el problema de aquello que es y hace, no sólo el, sino al ser humano, un labrador de pensamientos también sobre sí mismo, resumido como un poderoso deseo.
Esa investigación es una búsqueda también íntima para salir fuera, lejos de los horizontes del historicismo y lo humano, reducidos a ser barrotes para la vida. Foucault se alzó en combate contra lo que el perro Epicuro llamaba falsos infinitos, necesidades caducas en los conceptos y las prácticas cotidianas de las que el mundo contemporáneo es casi un rehén total. Hay que procurar la búsqueda de una ética como arte de vivir, ante los ojos de los habitantes de este puente violento y callado entre el pasado y la actualidad.
En esta primera parte de mi ensayo, quiero hacer notar la importancia, tanto en Las palabras y las cosas, como en todo lo que desarrolló Foucault a la largo de su vida intelectual, del concepto de “episteme”: una forma delimitada de articular el pensamiento y, colateralmente, plantearse cualquier pregunta por el saber. Es decir, la manera de hacer específico lo que es pensable, incluso lo que es histórico. Así es como se establecen las relaciones que existen en un contexto, es decir, así se alzan preguntas, espacios discursivos, empiricidades y conocimientos. Pero sobre todo, la manera de producirlos, aquello que los permite. Por ejemplo, el sujeto como principio para el Humanismo y la antropología.
La episteme es en síntesis su articulación interna y, por tanto, hasta dónde puede llegar su propia reflexión, cómo cree hacer específico lo universal. La interpretación que condiciona los modos de entender el mundo y aprehenderlo en un tiempo y gracias a unos esfuerzos determinados. Y emerge una paradoja entre esa historicidad como hermenéutica y como experiencia. Porque si la episteme se define como un espacio de orden que coincide con un espacio genealógico desde el cual son posibles conocimientos y teorías, es entonces el background que dicta lo a priori histórico, el elemento de positividad y fánico de creencias, ideas y conceptos, por el que pueden “constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto”. Desde este espacio las ideas son históricas más allá de su propia verdad, a saber, este a priori es donde lo que se sabe, conocimientos y reflexión “manifiestan una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad”.
En resumen, hablar de episteme es hablar de un conjunto de relaciones que son posibles en una época, entre las ciencias, técnicas y disciplinas cuando se analiza su sincronía discursiva. La episteme implica lo impensado a partir de lo cual se piensa. Dicho de otro modo, por ejemplo, por Cornelius Castoriadis: La imaginación es ese influjo inmotivado como necesidad inmanente de motivos, de instituirse e instituir lo imaginario.
La articulación de las epistemes se da a partir de la representación, por lo que el espacio genealógico es, tanto sensible y precomprensivo, como racional y tecnoexperiencial. En palabras de John McDowell: actuamos no sobre la sensibilidad animal, sino ya en la sensibilidad misma, es decir, la cultura como cofiguración o segunda naturaleza sin dualidad respecto a la primera. Labramos la vida sensible de un animal con razón, que articula en razones su experiencia sensorial. Pero la fuerza normativa de las razones no se extiende sobre lo sensible desde fuera, sino que surge desde dentro de una naturaleza animal en formación, región que entrega una mirada ya codificada, traductora y es traducida.
A mi juicio, la noción de a priori en Foucault es también de intraexterioridad. En palabras de McDowell: “el mundo interno mismo puede ser una refutación vivida del idealismo”, ya que la episteme, esta segunda naturaleza, es un reencantamiento con el aparecer del mundo, y así, con el pasado inmanente, el campo donde se vuelven a sensibilizar los contenidos necesarios para los efectos de una vida subjetiva y no subjetiva. La distinción entre exterior e interior no es eliminada, sino recategorizada en términos de interacción y coimplicancia. Esto es crear en nuestras imágenes, reinstituir en lo instituido desde una sensibilidad arte o tecnosensibilidad, espacio de orden y de experiencia.
La episteme es un sistema de positividades apriorísticas e inmanentes. Lo real, tanto de todas sus simultaneidades reconocibles, como de las variadas mutaciones requeridas para afirmar un hábitat que se levanta para una nueva positividad, un nuevo sí. Lo disruptivo no sería entonces otra cosa que la morfogénesis intra exo fánica de un modo de conocer o nueva positividad en el que, para Foucault: “el lenguaje pierde su lugar de privilegio y se convierte, a su vez, en una figura de la historia coherente con la densidad de su pasado”.
Este a priori no es ni atemporal ni metahistórico. Sólo una especificidad que se halla vinculada a las prácticas discursivas que caracteriza, mutando con ellas en momentos decisivos de carácter histórico, como inventar la misa o una forma de terapia. No evidencia la verdad o validez de los enunciados posibles, sino que hace ver las cosas efectivamente dichas en tanto sus condiciones de emergencia. Y lo más llamativo para Foucault: es que establece pautas de un devenir real. Aunque no se debe confundir esa naturaleza con una coacción histórica sobre una época específica, o dicho por el propio filósofo francés:
Nada sería más inexacto, que concebir este a priori histórico como un a priori formal que estuviese, además, dotado de una historia: gran figura inmóvil que surgiese un día, que hiciese valer sobre el pensamiento de los hombres una tiranía, y que luego desapareciese de golpe […]: trascendental sincopado, juego de formas parpadeante.
A mi juicio, su mutabilidad es a lo que se refería Saul Kripke al asumir que no todas nuestras nociones a posteriori son de carácter contingente, sino que pueden darse algunas de carácter a posteriori necesario. Castoriadis abordó esta cuestión al señalar la afuncionalidad de la psique, algo claro por “la insuficiencia y, en rigor, la ruptura de las regulaciones instintivas”, sin una función ya determinada para la producción incesante de imágenes, conceptos o valores. He ahí la relevancia de asumirla desde la historia, la especificidad trastocada y llega a ser más que una manera de saber. Hilary Putman se refería así a esta conclusión:
A partir de Kant ha tenido lugar una gran escisión entre filósofos que pensaron que todas las verdades necesarias eran analíticas, y otros para quienes algunas verdades necesarias eran sintéticas a priori. Pero ninguno de estos filósofos pensó que una verdad (metafísicamente) necesaria pudiera no ser a priori. [Traducción personal]
Es así como Foucault se alejó de todo rastro de deducciones formales de impronta kantiana, asumiendo una labor crítica en sentido epistemológico y pluriestructural: a modo de exploración arqueológica de las epistemes, dar cuenta del isomorfismo específico de una época ligada a ciertas regularidades por aclararse, lo que intentaría ser su hermenéutica de la continuidad, basada también en reconocer sus posibles excedentes. Es decir:
[...] se trata no de la verdad sino del ser; no de la naturaleza, sino del hombre; no de la posibilidad de un conocimiento, sino de un primer desconocimiento; no del carácter no fundado de las teorías filosóficas frente a la ciencia, sino de la retoma en una conciencia filosófica clara de todo ese dominio de experiencias no fundadas en que el hombre no se reconoce.
La propuesta global del filósofo francés tiene un regusto de haber pensado, no como, sino a partir de Nietzsche. Algo que Oscar Barroso Fernández identifica con sofística, noción no limitada a los famosos maestros presocráticos griegos. Más bien, hace referencia a una búsqueda del devenir que metaforiza. Su “intención primaria es sólo oblicua a su verdad… no apunta directamente a ella, sino, más bien, a reforzar otras verdades”. Una manera de pensar e indagar que pretende ofrecerse lúdica e ilustrativa ante nuestra atención.
Dentro de las disciplinas sociales, esto ha sido algo ya definido por teóricos comprometidos también con una tendencia nietzscheana, no de derechas, sino libertaria, en tanto: política de las diferencias. Para Barroso Fernández, Nietzsche se decantó por este estilo de filosofía que “arrasa nihilistamente”, provocando la reexistencia de “una propia propuesta de sentido”, afanándose en la reinstitución sensible desde la estética y una virtualidad moral aún no comprendida. Foucault es gran deudor de su maestro al ofrecer una reflexión epistémica que evita mostrar su mecanismo analítico y persigue los oleajes de un recambio fánico. No obstante, se distingue de Nietzsche si pensamos que este maestro no realizó ninguna crítica de la historicidad antropológica. Aunque pensar solamente a partir de los filósofos es una actitud de esa sofística, algo a lo que el filósofo francés invitó a habituarnos.
Foucault tiene interés precisamente por la historia y el problema que implica aquel giro de principio epistémico basado en el ser humano, la teoría del sujeto y de la libertad propia de la Modernidad y los tiempos que corren cofigurados por su excedencia. En ello también es deudor de la propuesta filosófica de Martín Heidegger, en especial de su caracterización de la larga historia de la Metafísica en Occidente, y a partir de Aristóteles, como la de una especificidad simbólico/cultural, cuya clave es una tendencia ontoteológica, a saber: una pregunta por lo universal que se dirige al Ser, pero que pasa a tratar a la vez y de manera irreductible sobre el ser por excelencia o causa sui, Dios en el Judeocristianismo y el Islam.
Esta propuesta heideggeriana retoma la consigna fenomenológica de regresar a las cosas mismas, que se resume como trascender la trascendencia de los entes, en favor de crear una pregunta desnuda por la vida. Apuesta que también implica ir más allá del ser humano en tanto óntico o cosa, favoreciendo su experiencia como aquella del Ser. La casa de esta experiencia no es otra que las palabras, sobre todo como poesía:
Pero ¿acaso en esta interpelación al hombre, acaso en el intento de disponer al hombre para este reclamo no se encierra una preocupación por el hombre? ¿Y hacia dónde se dirige ese «cuidado» si no es en la dirección que trata de reconducir nuevamente al hombre a su esencia? ¿Qué otra cosa significa esto, sino que el hombre (homo) se torna humano (humanus)? Pero en este caso, la humanitas sigue siendo la meta de un pensar de este tipo, porque eso es el Humanismo: meditar y cuidarse de que el hombre sea humano en lugar de no humano, «inhumano», esto es, ajeno a su esencia. Pero ¿en qué consiste la humanidad del hombre? Reside en su esencia. Ahora bien, ¿desde dónde y cómo se determina la esencia del hombre?
En ese sentido, el filósofo francés asume que la episteme de la Modernidad ha sido una teoría del sujeto, es decir, su base es el ser humano en tanto sentido ontoteleológico. Por eso mismo, si bien Foucault fue favorable a la crítica de Heidegger hecha hacia el Humanismo, renunció a la tendencia antropológica que su maestro dio a su análisis existencial, de la que también participaron existencialistas y personalistas como Jean-Paul Sartre o Paul Ricœur.
En Las palabras y las cosas, Foucault se reafirmó en la no existencia del ser humano en tanto empiricidad. Implica un aparición casi fantasma, o como obra de arte en el mejor de los casos. El ser humano deslumbra y ciega en el cruce de otras empiricidades específicas que atraviesan la vida, su economía y lenguaje. El sujeto codificador tuvo su cenit en la obra de Kant, donde se le dualizó como empírico / trascendental. Es decir, el ser humano visto simultáneamente: como la subjetividad y como un objeto de conocimiento. Los efecto de este difanismo aparecerán en Occidente como las llamadas ciencias humanas, siendo el Humanismo y el sujeto su eje constitutivo. En palabras del propio Foucault:
¿Cómo puede ser el sujeto de un lenguaje que desde hace millares de años se ha formado sin él, cuyo sistema se le escapa, cuyo sentido duerme un sueño casi invencible en las palabras que hace centellear un instante por su discurso y en el interior del cual está constreñido, desde el principio del juego, a alojar su palabra y su pensamiento, como si éstas no hicieran más que animar por algún tiempo un segmento sobre esta trama de posibilidades innumerables?
Para el filósofo francés, el ser humano como principio quintaesencial no se hará aparecer sino hasta el agotamiento de la episteme clásica, de carácter taxonómico, como oposición del homo humanus al homo barbarus. Se levantó en su lugar la episteme moderna, ubicada históricamente a mediados del siglo XVIII. Puede decirse que pervive morosamente hasta el día de hoy. Foucault asumió como plausible que el ser humano deje de ser ese elemento articulador del pensamiento occidental, atisbando la posibilidad de un punto omega para nuestra episteme organizada hipnóticamente en torno a éste. El sujeto no debe seguir siendo un absoluto inmediado, sino aquello de lo que ya tenemos vivencias, cuyo significado nunca podría ser ni obvio ni completo. A veces sólo es un delirio que asombra.
Como aseguro Kaworo, personaje del anime Neon Genesis Evangelion: “los humanos no pueden crear a partir de la nada. Los humanos no pueden hacer nada sin apoyarse en algo. Los humanos no son dioses”. Tampoco ha sido siempre afortunado crear al ser humano, el dios de la modernidad. El deicidio puede ser un camino pleno en compasión.
Referencias bibliográficas:
Óscar Barrosa Fernández, Filosofía y sofística en Nietzsche, Granada: Universidad de Granada, 2013.
Cornelius Castoriadis, "El imaginario social instituyente", Zona Erógena, disponible en Internet: http://www.ubiobio.cl/miweb/webfile/media/267/Castoriadis%20Cornelius%20-%20El%20Imaginario%20Social%20Instituyente.pdf (último acceso: 13 de marzo de 2023).
Michel Foucault, La arqueología del saber, México: Siglo XXI, 1977.
________, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, México: Siglo XXI, 1971.
Martín Heidegger, Carta sobre el humanismo, Madrid: Taurus, 1970.
John McDowell, Mente y mundo, Salamanca: Sígueme, 2003.
Hillary Putman, The Meaning of 'Meaning', Minneapolis: University of Minnesota Press, 1975.
Encuentra en el enlace a continuación la segunda parte de este ensayo: Foucault, deicida y hierofánico: lo universal específico y lo específico esotérico.
Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.