En la historia de la psicología clínica moderna uno de los experimentos más célebres es el llamado “experimento de Milgram”, ideado por el psicólogo estadounidense Stanley Milgram, quien en 1961, cuando aquél se llevó a cabo, estaba adscrito a la Universidad de Yale.
Grosso modo, el experimento consistió en que un voluntario acudía a un supuesto estudio científico en el que una persona que aparentaba tener autoridad (el investigador), después de algunas preguntas y explicaciones, le pedía presionar un botón que liberaría una descarga eléctrica sobre otra persona situada en una habitación contigua.
Cabe mencionar que:
- al voluntario se le hacía saber que la descarga eléctrica sería dolorosa para la persona;
- el voluntario podía ver a la persona que recibiría la descarga;
- la persona no podía ver ni al voluntario ni al “científico”
Milgram concibió el experimento para conocer la manera en que una persona podía reaccionar frente a la autoridad y, especialmente, hasta dónde podía llegar su obediencia. ¿Sería capaz de lastimar a otro ser humano sólo porque alguien con autoridad se lo pedía?
La pregunta tuvo una respuesta contundente: varios voluntarios no sólo aceptaron liberar una descarga eléctrica sobre la persona en la otra habitación sino que, además, continuaron haciéndolo aun cuando el dolor inflingido era claramente desmedido. Incluso cuando la persona se retorcía por los efectos de la electricidad, el voluntario seguía aplicando la descarga por órdenes del “científico”. En este punto resulta importante aclarar que la persona receptora de la descarga eléctrica era un actor que simulaba el dolor, pero eso el voluntario no lo sabía…
El experimento de Milgram estuvo inspirado en cierta medida en el juicio de Adolf Eichmann, uno de los oficiales más prominentes del régimen nazi y a quien se procesó por crímenes de guerra en Jerusalén, también en 1961.
Durante el testimonio de Eichmann, uno de los rasgos que más llamó la atención fue que su defensa descansó en la idea de que él sólo “obedecía órdenes”, como si se asumiera como la pieza de un mecanismo absolutamente racional, sin implicaciones humanas de ningún tipo, sino sujeto únicamente a reglas específicas.
Al paso, cabe mencionar que el juicio mereció un reportaje de la filósofa Hannah Arendt, quien asistió al proceso como enviada de la revista The New Yorker; su texto se publicó después como libro con el título Eichmann en Jerusalén, de donde se desprendió el concepto de “la banalidad del mal”, por el argumento con que el oficial nazi justificó sus acciones y que de alguna manera trivializó el dolor y sufrimiento infligido a otros.
Asimismo, los filósofos Theodor Adorno y Max Horkheimer, en su Dialéctica de la ilustración, usaron el ejemplo del Holocausto para mostrar los excesos a los que puede llegar el racionalismo y la modernidad. En cierto sentido, la “eficiencia” en el asesinato de millones de personas (judías en su mayor parte, como se sabe) fue posible sólo a través de un pensamiento industrial-racional-moderno, no muy distinto al que se aplica en las fábricas y casi cualquier actividad económica.
En ese sentido, el experimento de Milgram hace eco de todas esas implicaciones, pues contribuye a poner de relieve muchos de los elementos implicados en la relación de obediencia que una persona establece con otra, elementos de orden tanto psicológico (subjetivo) como social.