Mucho se sabe sobre los beneficios físicos de la natación, a la que se elogia como uno de los ejercicios más completos (además de cardiovascular y aeróbico pone en movimiento prácticamente todo el cuerpo) y el único sin impacto significativo para las articulaciones. Además con cierta frecuencia se oye decir que saber nadar es como tener un seguro de vida, pues es el único entrenamiento que, en ciertas circunstancias, puede salvarnos de una muerte segura.
Esto en términos generales, ¿pero no puede ser también la natación una suerte de ejercicio subjetivo, individual, de autoconocimiento? En cierta forma todo lo es, pero para mí que aprendí a nadar a una edad que no puede calificarse de temprana, ha sido sin duda una buena práctica de exploración subjetiva. Debo decir que, en mi caso, no sólo existe cierta inclinación a este ánimo introspectivo, sino que también mi aprendizaje del nado ha corrido paralelo a un par de sesiones de psicoanálisis a la semana, lo cual ha conformado, entre ambos, una compañía singular, provechosa en muchos momentos pero también en varios otros difícil de transitar.
Como sea, en este caso sólo quise enfocarme en lo que creo que he aprendido en casi 1 año de asistir regularmente a clases de natación, una actividad que sigo explorando, descubriendo, con la que sigo batallando pero que, al menos de momento, no pienso abandonar, pues, por decirlo de alguna manera, me mantiene a flote.
Todo comienza con una pregunta
¿Y qué si…? En general todos nos hacemos preguntas, pero no de la manera en que creemos. En contraste con ciertas narrativas inspiracionales o de autosuperación, las preguntas que cada uno de nosotros lleva consigo se manifiestan, franca o laberínticamente, en nuestros actos y decisiones de todos los días. Queremos experimentar una nueva forma de vida y aunque no nos lo planteemos de esa manera, nuestros actos mismos nos llevan a cambiar de trabajo, de lugar de residencia, acaso incluso de relaciones personales. Y para esto no hace falta leer un libro sobre cómo transformar nuestra vida, sino que, a veces, simplemente lo hacemos, la pregunta misma nos lleva a tomar ciertas decisiones –porque, quizá, en el fondo eso es lo que queríamos.
El cuerpo sabe
Hubo un momento en la historia del pensamiento occidental en que mente y cuerpo comenzaron a correr por caminos separados, una dualidad que se remonta a tiempos platónicos y que en otra época crucial, la del ascenso y hegemonía del cristianismo, encontró un suelo nuevamente fértil: la mente es instrumento de la razón, mientras que el cuerpo, esa cárcel del alma, no es más que materia fugaz, perecedera, frágil.
Este, sin embargo, es un enfoque no sólo equivocado, sino injusto con el propio cuerpo, al que usualmente no lo consideramos un vehículo de conocimiento propio, específico.
Pero eso tienen en común el ejercicio físico y el sexo: nos revelan el cuerpo, nuestro cuerpo, como vehículo de conocimiento, como un medio limitado pero con un potencial más allá del que le atribuimos, y acaso, por encima de todo, dueño de una forma de sabiduría que podemos adquirir sólo recorriendo las vías que nos propone.
Concentración
Probablemente la mejor forma de vivir sea vivir concentrado. Este es mi presente. Estas son mis condiciones. Este es mi cuerpo. Este es mi esfuerzo. Esto es lo que estoy haciendo en este momento. Paradójicamente, mucho de nuestra época nos empuja justamente a lo opuesto: la distracción. O quizá, mejor dicho, a llevar nuestra atención a otros intereses, distintos a los nuestros. Nadar es uno de los pocos ejercicios físicos que requiere de concentración total en cada uno de sus movimientos, que sólo en su suma coordinada resultan en la acción del nado.
Lo verdaderamente importante es la perseverancia
Desde tiempos de Esopo y aun antes el ser humano se ha venido repitiendo, a sí mismo y como especie, que la perseverancia es uno de los mejores hábitos de vida que podemos tener y emplear en nuestra vida. “Un viaje de mil millas comienza con un paso”, dijo Lao Tsé, pero no menos cierto es que a veces podemos sentir que nuestra voluntad, fuerza o interés flaquean y entonces, por más que hayamos dado ese primer paso, abandonamos el viaje.
Lo interesante de la constancia es quizá que aunque a primera vista podría parecer bastante cercana de la obligación o la disciplina, hay por lo menos algo que la distingue de éstas: el gusto. Podría decirse que el secreto de ser constante es el gusto, disfrute o placer que se encuentra en eso que se realiza. En la obligación hacemos las cosas porque tenemos que hacerlas, en la disciplina porque estamos habituados a hacerlas, pero en la constancia las hacemos porque queremos, porque nos gusta hacerlas.
Hacer lo que nos gusta puede no ser placentero todo el tiempo
En nuestra época existe la tendencia un tanto generalizada a pensar que siempre tenemos que estar disfrutando, un presente continuo de goce, la “euforia perpetua” y el “deber de ser feliz” que ya a inicios del siglo XXI señaló Pascal Bruckner. Esto, sin embargo, es una suerte de espejismo alimentado en buena medida por la ideología capitalista, en la que esta obligación de “estar siempre bien” se encuentra vinculada con el consumo incesante. Para el capitalismo contemporáneo la tristeza, el aburrimiento, el hartazgo y otros estados de ánimo negativos son males que deben remediarse, y el antídoto que ofrece para ello es el consumo: desde la compra de una mercancía hasta el consumo de contenidos en televisión o Internet y aun el de ciertas “experiencias” prefabricadas.
Con todo, quizá sería bueno ser escépticos ante esta aproximación al disfrute en al menos dos aspectos. Uno, que eso “negativo” no es necesariamente “malo”, esto es, no es algo que tengamos que apartar, eludir o ignorar. La negatividad es parte de la vida misma, y no entenderlo así es oponer cierta resistencia inútil al curso mismo de la existencia –con los efectos que ello implica. En segundo lugar, y derivado de esto, también se trata de comprender que aun en medio del disfrute es posible sentir frustración, dolor, enojo o alguna otra emoción que, paradójicamente, llegamos a encontrar en eso que tanto nos gusta hacer. Y, de nuevo, esto no es malo. No significa que no disfrutemos lo que estamos haciendo, sino sólo que, a veces, eso que nos gusta quizá también es difícil, complicado, arduo. Pero es parte de. Y eso no siempre lo entendemos.
No todos conseguimos lo mismo al mismo tiempo
Lo que a mí me tomó casi 1 año, a una amiga con quien comencé a asistir a clases le tomó cosa de 3 o 4 meses, quizá incluso menos. ¿Y qué se puede decir a eso? Poco más que así es, que cada uno de nosotros tiene sus propios tiempos, que en buena medida están dados por lo que podemos y no hacer, lo que queremos hacer pero encontramos difícil. Quizá suene un tanto redundante, pero hasta cierto punto puede decirse que cada quien logra lo que puede cuando puede, aunque no menos cierto es que ese margen puede ir ampliándose o cambiando a fuerza de trabajo y persistencia.
Pero, después de todo, llega el día en que sucede
Trabajo, perseverancia, concentración, disposición. Si la fórmula del logro se puede reducir a ciertos elementos, quizá esos cuatro sean imprescindibles. Pese a la frustración, al enojo, a la dificultad y las limitaciones, llega el momento en que un día se consigue eso que tanto se había buscado. Sucede de pronto, en el momento menos esperado, quizá, esto sí, un día en que dejamos de pensar en cómo hacer algo y simplemente lo hacemos.
¿La satisfacción del logro conseguido?
Conseguir algo es satisfactorio, qué duda cabe, pero si algo enseña la natación a este respecto es que el aprendizaje y la corrección de la técnica son algo continuo, lo cual es una forma de decir que cada “logro” conseguido es en realidad un nuevo punto de partida.
Twitter del autor: @juanpablocahz