La relación entre la práctica espiritual y el uso de sustancias psicoactivas parece apelar a las mismas inquietudes: desarrollo personal y transpersonal, conocimiento de sí mismo, conexión con el mundo, con uno mismo y los demás, etc. Sin embargo, ¿podrían complementarse en la práctica?
Un par de libros que tocan el tema son Breaking open the head de Daniel Pinchbeck y el clásico Zig Zag Zen de Allan Badiner, quienes han investigado la relación entre sistemas de pensamiento orientales y el potencial transformativo de sustancias psicodélicas.
El inicio de esta relación puede rastrearse a los años 60 de la mano de divulgadores y artistas como Alan Watts, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William Burroughs o Ram Dass. La literatura, la filosofía y el uso de drogas —consideradas ilegales sin estudio ni fundamento real por los gobiernos desde Nixon— pueden nutrirse mutuamente, sin que se impliquen necesariamente.
Por el lado del budismo, las enseñanzas prohíben expresamente el uso de alcohol, pues provoca dispersión y agudiza el egoísmo, pero no se dice nada sobre las plantas de poder. Incluso existen tradiciones budistas, como la shivaíta, que cultivan sus propias cepas de cannabis en los templos, destinadas a la oración, la ofrenda o la curación.
Tal vez el planteamiento de la pertinencia del uso de psicoactivos desde la perspectiva budista podría resolverse si nos preguntamos por el potencial de dichas sustancias para producir mayor empatía, compasión y amor. La cannabis, el hachís, el híkuri, el yagé, los honguitos "mágicos", el DMT, e incluso el MDMA en un contexto amoroso, pueden resultar provechosos para hacernos conocer un sentimiento de unión y compasión con el mundo y con los demás.
Si en nuestros días el budismo y los psicoactivos experimentan un auge renovado es porque nos encontramos en un punto crítico de la existencia social: el colapso ecológico, el despojo económico, la desesperación espiritual y la agresión moral son la orden del día. Las religiones occidentales parecen ser más parte del problema que de la solución; la vuelta al chamanismo, la medicina tradicional y el uso ritual de sustancias psicoactivas, como peyote o ayahuasca, suplen una necesidad humana de comunidad que no es fácil fomentar actualmente.
Para Badiner los psicoactivos pueden servir también como preparación psicoespiritual para la “transición final”, el umbral de la disolución o el nuevo comienzo: la muerte o la crisis de transformación del organismo vivo, el desapego de la conciencia respecto a su inminente desaparición, y todas esas cosas que difícilmente vas a aprender en la escuela o en los libros y que tienen que ver con procesos vitales.
Naturalmente, ni el budismo ni las sustancias psicoactivas deben ser algo que se imponga “democráticamente” a todos, ni algo que deba probarse por presión o mero entretenimiento. Se trata de caminos complementarios para dirigir la experiencia vital a largo plazo: el budismo, como sistema ético a través de la compasión, y los psicodélicos por su potencial transformativo de los rasgos de personalidad a largo plazo, pueden iluminarse mutuamente y permitirle al practicante volver al mundo con una visión renovada de su lugar en él.
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