Es posible que nuestra época sea una de las más desafiantes para la cultura escrita. Luego de más de 20 siglos en que la humanidad fundamentó buena parte de su comunicación, sus actos de cultura e incluso sus formas de percibir, entender y expresar su realidad en la escritura, ahora pareciera que existe un desplazamiento de dicha relevancia y, a cambio, lo visual ha ganado terreno como vehículo preferente de la comunicación. Así, por poner un ejemplo, la morosidad propia de la escritura y la lectura han sido sustituidas por la inmediatez (y a veces la simpleza) de un diagrama de colores brillantes que podemos consumir en menos de 1 minuto.
En este contexto quisimos recuperar un fragmento clásico del admirable Carl Sagan, uno de esos pocos personajes que en la historia de la humanidad han sido como faros que además de orientarnos nos animan a ir más lejos. Hacia el final de Cosmos, su libro más emblemático, Sagan realiza una suerte de elogio de la memoria pero desde un punto de vista científico, lo cual le otorga un toque especial, pues una de las primeras cosas que provocan nuestro asombro es darnos cuenta de que, en efecto, somos la única especie conocida que ha llevado la memoria más allá de sus posibles límites fisiólogos, pues a la memoria propia del individuo (como capacidad cognitiva) hemos sumado esa memoria colectiva que llamamos cultura (la acumulación y conservación de conocimiento de otros individuos y de otras generaciones) y, por último, la que quizá sea la transformación más prodigiosa de esta capacidad, una memoria exterior a nuestros propios cuerpos: los libros.
Pero no decimos más. Mejor dejamos que sea el propio Sagan quien presente este lúcido argumento a favor de la persistencia de la memoria pero quizá, sobre todo, a favor de la cultura escrita como vínculo con la sabiduría de todas las épocas:
Cuando nuestros genes no pudieron almacenar toda la información necesaria para la supervivencia, inventamos lentamente los cerebros. Pero luego llegó el momento, hace quizás 10 mil años, en el que necesitamos saber más de lo que podía contener adecuadamente un cerebro. De este modo aprendimos a acumular enormes cantidades de información fuera de nuestros cuerpos. Según creemos somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca.
Un libro se hace a partir de un árbol. Es un conjunto de partes planas y flexibles (llamadas todavía "hojas") impresas con signos de pigmentación oscura. Basta echarle un vistazo para oír la voz de otra persona que quizás murió hace miles de años. El autor habla a través de los milenios de modo claro y silencioso dentro de nuestra cabeza, directamente a nosotros. La escritura es quizás el mayor de los inventos humanos, un invento que une personas, ciudadanos de épocas distantes, que nunca se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestran que el hombre puede hacer cosas mágicas.
Algunos de los primeros autores escribieron sobre barro. La escritura cuneiforme, el antepasado remoto del alfabeto occidental, se inventó en el Oriente próximo hace unos 5 mil años. Su objetivo era registrar datos: la compra de grano, la venta de terrenos, los triunfos del rey, los estatutos de los sacerdotes, las posiciones de las estrellas, las plegarias a los dioses. Durante miles de años, la escritura se grabó con cincel sobre barro y piedra, se rascó sobre cera, corteza o cuero, se pintó sobre bambú o papiro o seda; pero siempre una copia a la vez y, a excepción de las inscripciones en monumentos, siempre para un público muy reducido. Luego, en China, entre los siglos segundo y sexto se inventó el papel, la tinta y la impresión con bloques tallados de madera, lo que permitía hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Para que la idea arraigara en una Europa remota y atrasada se necesitaron mil años. Luego, de repente, se imprimieron libros por todo el mundo. Poco antes de la invención del tipo móvil, hacia 1450 no había más de unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos escritos a mano; tantos como en China en el año 100 a.C., y una décima parte de los existentes en la gran Biblioteca de Alejandría. 50 años después, hacia 1500, había 10 millones de libros impresos. La cultura se había hecho accesible a cualquier persona que pudiese leer. La magia estaba por todas partes.
Más recientemente los libros se han impreso en ediciones masivas y económicas, sobre todo los libros en rústica. Por el precio de una cena modesta uno puede meditar sobre la decadencia y la caída del Imperio romano, sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, la naturaleza de las cosas. Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor.
Las grandes bibliotecas del mundo contienen millones de volúmenes, el equivalente a unos 10x14 bits de información en palabras, y quizás a 10x15 en imágenes. Esto equivale a 10 mil veces más información que la de nuestros genes, y unas 10 veces más que la de nuestro cerebro. Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, una décima de un 1% del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer. La información en los libros no está preprogramada en el nacimiento, sino que cambia constantemente, está enmendada por los acontecimientos, adaptada al mundo. Han pasado ya 23 siglos desde la fundación de la Biblioteca alejandrina. Si no hubiese libros, ni documentos escritos, pensemos qué prodigioso intervalo de tiempo serían 23 siglos. Con cuatro generaciones por siglo, 23 siglos ocupan casi un centenar de generaciones de seres humanos. Si la información se pudiese transmitir únicamente de palabra, de boca en boca, qué poco sabríamos sobre nuestro pasado, qué lento sería nuestro progreso. Todo dependería de los descubrimientos antiguos que hubiesen llegado accidentalmente a nuestros oídos, y de lo exacto que fuese el relato. Podría reverenciarse la información del pasado, pero en sucesivas transmisiones se iría haciendo cada vez más confusa y al final se perdería. Los libros nos permiten viajar a través del tiempo, explotar la sabiduría de nuestros antepasados. La biblioteca nos conecta con las intuiciones y los conocimientos extraídos penosamente de la naturaleza, de las mayores mentes que hubo jamás, con los mejores maestros, escogidos por todo el planeta y por la totalidad de nuestra historia, a fin de que nos instruyan sin cansarse, y de que nos inspiren para que hagamos nuestra propia contribución al conocimiento colectivo de la especie humana. Las bibliotecas públicas dependen de las contribuciones voluntarias. Creo que la salud de nuestra civilización, nuestro reconocimiento real de la base que sostiene nuestra cultura y nuestra preocupación por el futuro, se pueden poner a prueba por el apoyo que prestemos a nuestras bibliotecas.
También en Pijama Surf: 10 libros que son una excelente introducción al arte, la ciencia y la historia