Animales muertos en la carretera, un hermoso elogio a la inmortalidad (FOTOS)

Como advierte el título, estas fotografías son un elogio a la inmortalidad de los cuerpos, aunque también a la del espíritu. Si se cree que existe un alma en cada uno de nosotros (o que somos parte de un espíritu universal), entonces se está de acuerdo en que la muerte no es el final de todo, aunque tal vez sí de la existencia (si propiamente se le adjudica a esta palabra el significado material de "estar"). 

Emma Kisiel es una artista que ideó Roadkill memorials, una serie fotográfica donde cadáveres de animales situados en una carretera o cerca de ella, son el protagonista de hermosas ofrendas mortuorias. Las escenas son inmortalizadas con flores, amuletos, cruces y otros símbolos, y recuerdan un poco a la tradición sagrada de las cruces callejeras latinoamericanas, que testifican la muerte de seres humanos en accidentes y que, a manera de acto de fe, inmortalizan su memoria en un punto fijo (el último lugar que la persona vio antes de partir). Las imágenes de Kisiel ofrendan por una parte a los cuerpos de animales ignorados en carreteras estadounidenses; los que culminan su ciclo entre los confines del concreto y la naturaleza, silenciosos pero muy presentes.

En las culturas precolombinas se creía fielmente que todos los seres humanos poseíamos un nahual al nacer, una especie de guardia o guía espiritual que se asemejaba a la imagen y la identidad de un animal determinado, el ideal para cada ser humano. Las fotografías de Kisiel evidencian un poco el hecho de que, en algún momento, todos ignoramos a nuestro nahual interior, y esa carencia de empatía es tal vez producto de que en las urbes –en las calles y carreteras, más cerca del concreto que de la naturaleza– se ha perdido exponencialmente la virtud de escucharse realmente a uno mismo.

Cualquier clase de ofrenda mortuoria contiene un fin meditativo, y el mes de noviembre, destinado a la ataraxia de la muerte, suena ideal para confabularlo; no sólo por las pasadas fechas en que algunos rincones del mundo celebran a sus muertos, sino por una cuestión más universal: noviembre es el clímax del otoño, y en otoño todo muere.

En otoño los días son más cortos y el calor es débil, aunque no lo suficiente como para fabricar momentos gélidos de melancolía. El otoño no es melancolía, es más bien sensibilidad. En la cosmogonía china se traduce como un lapso en el que las visiones y los sueños se hacen más claros para la mente. Una especie de silencio o momento sosegado en que se afinan los sentidos para pensar en lo verdadero (en aquél rostro del nahual arrollado por nuestras falsas convicciones). Y es también el fin de un ciclo de vida dentro de la misma vida.

Mientras en primavera el mundo renace, en otoño los árboles se mueren por un rato, para nuevamente renacer durante la primavera próxima, como un Dionisio. Lo que recuerda al laberíntico "El Aleph" de Borges, que nos dice: "no hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario".

Al igual que estas imágenes, las estaciones del año son un bello ejemplo de que la inmortalidad se encuentra dentro de la misma vida finita que en momentos esporádicos, con la muerte, se vuelve transfinita. Elogiar a la inmortalidad a través de  los cuerpos de animales que se han vuelto invisibles es un buen pretexto también para que este otoño meditemos un poco sobre el inexplicable miedo a la muerte.

Poesía visual.

 

 

Twitter de la autora: @surrealindeath

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