Hay que oír esto temblando: los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música.
Pascal Quignard
En el Lager la música arrastraba hacia el fondo.
Primo Levi
Así como la música ha servido a algunos para salirse de su realidad, para modificarla, también ha servido para torturar a otros, para trastocarlos.
En los campos de exterminio alemanes la música tuvo un papel fundamental y horripilante, todos los campos debían contar con una pequeña orquesta o capella que tocara a la partida de los prisioneros (Kommando) rumbo a los trabajos forzados y a su regreso, si es que había regreso.
Pascal Quignard dice al respecto que “los soldados alemanes no organizaron la música en los campos de la muerte para apaciguar el dolor ni para conciliar a las víctimas”, al contrario, la música se utilizó para generar mayor obediencia y un supuesto placer estético y sádico.
El músico polaco Simon Laks, quien realizara sus estudios en el Conservatorio de Varsovia, fue detenido en París en 1941 e internado en Beaune, Drancy, Auschwitz, Kaufering y Dachau.
Es sabido lo “privilegiados” que algunos músicos podían llegar a ser en los campos nazis: ningún detenido ordinario asignado a un Kommando ordinario podía sobrevivir, como describe el químico y escritor italiano Primo Levi, quien al igual que Laks estuvo preso en Auschwitz:
Sólo quedaban médicos, sastres, zapateros, músicos, cocineros, homosexuales todavía jóvenes y atrayentes, amigos o compatriotas de ciertas autoridades del campo, y algunos individuos particularmente despiadados, vigorosos e inhumanos, bien instalados por la comandancia SS en las funciones de Kapo, Blockaltesler u otras.
En Auschwitz, Laks fue primero violinista, después copista permanente de música y al final el director de orquesta del campo.
En el ensayo “El odio a la música”, Pascal Quignard relata que: “La primera vez que Primo Levi oyó la fanfarria interpretando Rosamunda a la entrada del campo, reprimió con dificultad la risa nerviosa que lo invadía”. Después vio regresar a los presos, sin fuerza, levantando las piernas como si fueran robots, al ritmo que imponía la música del campo dirigida por Laks.
Tanto Schubert como Wagner y Brahms fueron compositores que se tocaron dentro de los campos de exterminio, aunque hubo también diversos compositores y composiciones dentro de dichos campos.
Viktor Ullmann fue un compositor que murió en Auschwitz poco tiempo después de su ingreso, la última pieza que compuso ahí se titula "Séptima sonata":
La dedicó a sus hijos Max, Jean y Felice y la concluyó escribiendo un pie de página algo sarcástico: "Los derechos de ejecución quedan reservados por el compositor hasta su muerte".
Imaginar la sensación de estar dentro de uno de los campos de concentración escuchando la música tocada por la pequeña orquesta es difícil, sin embargo, Quignard recopila algunas de estas narraciones de los que estuvieron dentro de los campos, como en el caso de Romana Duraczowa:
Volvemos del trabajo. El campo ya está cerca. La orquesta del campo de Birkenau interpreta foxtrots de moda. La orquesta hace hervir nuestra sangre. ¡Cómo odiamos esa música! ¡Cuánto odiamos a esas intérpretes! Son muñecas sentadas, vestidas de azul marino, con un garguero blanco. ¡No sólo están sentadas, pero tienen derecho a las sillas! Se supone que la música nos anime. Nos moviliza igual que el grito de la trompeta en plena batalla. Estimula incluso a los jamelgos reventados, que ajustan sus pezuñas al ritmo de la danza que ellas ejecutan.
La mezzosoprano Hedda Grab-Kernmayr fue llevada el 17 de diciembre de 1941 al campo Theresienstadt, ahí interpretó un repertorio variado que abarcaba tanto recitales de compositores clásicos como canciones populares. Interpretó los Cantos bíblicos de Dvorak, la “Canción de cuna del ghetto” de Carlo Taube, participó en el estreno de “La Novia Perdida”, “El Beso” y tuvo el papel protagónico en Carmen de Bizet, bajo la batuta de Franz Eugen Klein en 1942. Al salir del campo, no cantó más.
Primo Levi describe, de manera macabra, cómo la música producía un efecto inverso, desmoralizador y que precipitaba el fin de los prisioneros, la música era, en sus palabras, una:
hipnosis del ritmo continuo que aniquila el pensamiento y adormece el dolor. Había que oírla sin obedecerle, sin padecerla, para entender qué representaba, por qué motivos premeditados los alemanes habían implantado aquel ritmo monstruoso y por qué todavía hoy se nos hiela la sangre en las venas cuando una de aquellas inocentes canzonetas nos reingresa en la memoria.
Fuentes
Quignard, P. El odio a la música, Diez pequeños tratados. Editorial Andrés Bello.
Twitter del autor: @tplimitrofe