[caption id="attachment_99566" align="alignright" width="308"]
Con cierto espíritu lúdico podríamos pensar que existe una historia alternativa que se cuenta teniendo como motivo central la droga preferida de una época. De la misma manera que la historia de los pueblos y países se puede narrar, por ejemplo, siguiendo a los líderes que han encabezado sus triunfos y derrotas, por las invenciones y descubrimientos ocurridos, por las ganancias sociales, por las guerras, las migraciones, los artistas surgidos en cierta época, etc., así también podría imaginarse una corriente más bien clandestina dominada por una sustancia ilegal que por distintas razones, enigmáticas quizá pero acordes al espíritu de un momento histórico, se vuelve la predilecta de esas noches en que al amparo de las sombras y la secrecía es posible acercarse a estados de conciencia prohibidos en la vigilia y la vida consciente.
En este sentido, el hachís podría considerarse una de las sustancias señeras del siglo XIX, al menos en Europa. Si bien su historia se remonta a la antigua Arabia, a la Persia de los magos y los profetas, desde las primeras décadas de los años 1900 este derivado de la cannabis comenzó a popularizarse, particularmente entre cierto sector intelectual que, como ha sucedido en prácticamente todas las épocas, tiende a mirar con recelo y aun con desprecio la moral de su época. Uno de los primeros experimentadores célebres de los efluvios del hachís fue Thomas de Quincey, el único escritor que, según decía Borges, podría ayudarnos a reconstruir la historia cultural de la humanidad si todos los libros fueran destruidos a excepción de sus obras completas. De Quincey publicó en 1821 "Confessions of an English Opium-Eater", un relato en primera persona en donde su autor detalla la relación que sostuvo con el opio, lo desmitifica, lo libera de prejuicios y, al final, le atribuye propiedades casi estéticas, o al menos la cualidad de potenciar los rasgos estéticos del mundo y del individuo, como si el opio fuera el salvoconducto a otro plano de esta misma realidad en donde los signos se agolpan y los significantes que antes se nos ocultaban ahora se revelaran evidentes.
Las Confesiones de De Quincey fueron traducidas al francés en 1828, en una versión firmada con las parcas iniciales ADM. Más tarde se supo que el autor del trabajo no era otro más que Alfred de Musset, poeta y novelista, amigo de prácticamente todos los grandes escritores de su época, hermanados todos en la inquietud romántica de acercarse al mundo mediante la sensualidad y los sentidos, dejando por consecuencia para otro momento los recursos de la razón y el entendimiento.
Quizá por ello tanto el libro de De Quincey como la traducción de De Musset fueron el empuje necesario para que una pléyade de intelectuales franceses se agruparan en torno al hachís como la sustancia de su elección para allegarse a territorios que de otra manera permanecían inaccesibles. Las Confesiones, por otro lado, habían llegado a confirmar los rumores e historias de los soldados que habían acompañado a Napoleón en su campaña de Egipto y que habían vuelto trayendo consigo el conocimiento y la experiencia de hachís.
Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Gérard de Nerval, Eugène Delacroix, Alexandre Dumas y Honoré de Balzac fueron algunos de los miembros más activos e ilustres del Club des Hachichins, una organización formada espontáneamente en la coincidencia del gusto y la experimentación con el hachís. Usualmente se otorga una posición preponderante al psiquiatra Jacques-Joseph Moreau, uno de los primeros médicos de la era moderna que científicamente investigó el efecto de las drogas sobre el cuerpo humano, en especial sobre el sistema nervioso. Él mismo viajo por Oriente durante 4 años, de 1836 a 1840, y fue durante ese viaje cuando más en contacto estuvo con los sueños, delirios y fantasías provocados por el hachís. Pero, según parece, su curiosidad no terminó ahí y, de hecho, no hizo más que avivarse.
En una tesis polémica pero al parecer cierta, Jonathon Green, lexicógrafo inglés e investigador de las culturas alternativas, asegura en su libro Cannabis: A History (2002) que a su regreso a Francia, Moreau impulsó la creación del Club des Hachichins con el propósito secreto de continuar sus observaciones médicas y psiquiátricas en torno a la droga. Gautier, autor de La novela de la momia, fue uno de los primeros en buscar a Moreau, impresionado por sus teorías y sobre todo porque el científico presentaba al hachís como agente de “una intoxicación intelectual” preferible a “la innoble y pesada ebriedad”.
[caption id="attachment_99567" align="alignright" width="288"]Junto con Gautier, al poco tiempo llegaron Dumas, Nerval, Balzac, Baudelaire, Delacroix y varios otros. Entre 1844 y 1849, el club sesionaba regularmente en el Hôtel Lauzun, también conocido como Hôtel Pimodan, situado en la ribera norte la Île Saint-Louis, en París. En aquellos años, Baudelaire y Gautier eran inquilinos del hotel, de ahí la conveniencia del lugar como punto de encuentro para las reuniones del club.
Según crónicas de la época, Moreau y sus cofrades consumían el hachís con ritualidad admirable y cabría decir que incluso con respeto o fascinación por el origen exótico de la sustancia. Su manera de ingerirlo era en una bebida que llamaron dawamesk, una mezcla de café cargado (a la manera árabe), hachís, canela, clavo, nuez moscada, pistache, azúcar, jugo de naranja, mantequilla y extracto de cantárida. Según cuenta Gautier en su relato sobre estas sesiones, al que tituló llanamente "Le club des Hachichins", la primera vez que el doctor le ofreció este brebaje temblaba de entusiasmo, sus ojos brillaban y sus pómulos habían enrojecido, igualmente tenía la respiración agitada, una suma de inquietud que remató con esta frase: “De aquí se desprenderá su porción de paraíso”.
Baudelaire igualmente menciona el dawakesk en Los paraísos artificiales, sugiriendo vainilla, almendras o almizcle como variantes a los aromas de la bebida. Y acaso poemas de Las flores del mal como “Elevación” o “El viaje” podrían leerse también a la luz de la experiencia del poeta con el hachís:
Detrás del tedio y los grandes pesares
Que abruman con su peso la existencia brumosa,
Dichoso aquel que puede con ala vigorosa
Arrojarse hacia los campos luminosos y serenos;
(“Elevación”, fragmento, tr. Eduardo Marquina, 1905)
¡Asombrosos viajeros! ¡Qué nobles relatos
Leemos en vuestros ojos profundos como los mares!
Mostradnos los joyeros de vuestras ricas memorias,
Esas alhajas maravillosas, hechas de astros y de éter.
¡Deseamos viajar sin vapor y sin velas!
Para ahuyentar el tedio de nuestras prisiones,
Haced desfilar nuestros espíritus, tensos como un lienzo,
Vuestros recuerdos enmarcados por horizontes.
Decid, ¿qué habéis visto?
(“El viaje”, fragmento)
Las reacciones de cada uno de los asistentes fueron distintas, pero en general la mayoría coincidió en visiones y sensaciones etéreas inducidas por la sustancia. Incluso Balzac, que asistía a las reuniones del club pero sin probar el dawamesk (porque tenía como una de sus certezas que “no había para el hombre mayor vergüenza ni más vivo sufrimiento que la abdicación de su voluntad”, según cuenta Baudelaire), cuando por fin cedió, acicateado por su curiosidad, dijo a sus compañeros que el hachís le había hecho escuchar voces celestiales y ver visiones de pinturas divinas.
Baudelaire identificó tres fases generales del hechizo del hachís, comenzando por la euforia, un acceso de felicidad irresistible y prácticamente sin motivo al cual sigue un estado de relajación que se agudiza hasta volverse debilidad del cuerpo, una especie de abulia en la que incluso la respiración se realiza con un esfuerzo desmesurado, “como si tu viejo cuerpo no pudiera soportar los deseos y la actividad de tu nueva alma”; la etapa final, según el poeta, es la exaltación de los sentidos, el comienzo de las alucinaciones:
Los ojos ven el infinito. El oído percibe sonidos casi elusivos en mitad del tumulto más vasto. […] Los objetos exteriores toman lenta, sucesivamente, apariencias singulares, se deforman y se transforman. Después llegan los equívocos, los errores y la transposición de ideas. Los sonidos se revisten de colores y los colores contienen su música.
[caption id="" align="aligncenter" width="500"]Solo como una curiosidad bibliográfica y de la historia que contamos, cabe resaltar que este fragmento de Los paraísos artificiales es tan notable que a finales del siglo XIX fue traducido al inglés por Aleister Crowley.
Después de algunos años el club se disolvió, en parte porque varios de los integrantes notaron el efecto que el hachís hacia sobre su personalidad y sus capacidades intelectuales y creativas. Al respecto Baudelaire sentenció:
¿Qué es un paraíso que se compra al precio de la salvación eterna?