En la película Big Fish, Edward Bloom es un joven (Ewan McGregor) con una gran imaginación que crece para convertirse en un viejo y divertido contador de historias (Albert Finney); la trama toma otra dimensión cuando su hijo cuestiona la veracidad de estas historias. Edward defiende hasta la muerte, literalmente, su derecho a contar su pasado no como realmente fue, sino como le gustaría que hubiera sido. Estrictamente no miente: retoca, añade, suprime; en suma, vuelve su vida una obra de ficción.
¿Pero es esta capacidad narrativa una cualidad unívoca de aquellos con el don de contar grandes historias, o es más bien una necesidad de nuestro cerebro para encontrar sentido en una realidad que –a todas luces— parece carecer de sentido?
Las memorias no sólo son maleables, sino que son manipulables por procedimientos optogenéticos. El cerebro tiene una poderosa habilidad de llenar huecos y encontrar asociaciones en tramas, en fin, de crear historias que tengan sentido utilizando los materiales de nuestra percepción y memoria; el problema es que estas historias no son recuentos necesariamente veraces, sino recolecciones o summas parecidas a sueños.
El psicólogo cognitivista Ulric Neisser describe la memoria como una paleontología: los fragmentos de experiencia se encuentran dispersos y en diferentes niveles de conservación al interior de nuestra codificación inconsciente. Al recordar, reconstruimos los eventos como si fueran dinosaurios hechos de memorias inexactas o piezas que no encajan.
El proceso de confabulación fue descrito primero por el psiquiatra ruso Sergei Korsakoff, como parte de la sintomatología del Alzheimer y el síndrome de Korsakoff, donde los pacientes a menudo describen eventos que no ocurrieron realmente como si hubiesen ocurrido. Oliver Sacks ha escrito sobre confabulaciones en amnésicos que “no son fabricaciones concientes. Son, en lugar de esto, una estrategia, un intento desesperado –inconciente y casi automático— de otorgar algún tipo de continuidad, una continuidad narrativa, cuando la memoria, y por tanto la experiencia, se escapaba a cada instante”.
Sentido a partir del caos
Aunque la confabulación parece estar ligada a un contexto patológico, la verdad es que es un proceso perfectamente normal (e incluso necesario) en la conformación de nuestras historias personales.
La existencia no viene con instructivo: cada uno de nosotros se encarga de dar sentido a la vida a través de ideologías, tradiciones y expectativas sociales, pero también de elecciones y aprendizajes personales. La memoria no es un lugar sino una red de asociaciones que no permanecen inmutables en el tiempo, y que a menudo obedecen a las exigencias o limitaciones del momento presente.
Tal vez el ejemplo de Edward Bloom enfatice la creatividad como posibilidad mnémica, pero el caso del asesino John Pridmore podría ser su reverso exacto: luego de matar a un hombre, Pridmore comenzó a elaborar explicaciones más y más elaboradas para justificar su crimen y mantener una sensación de control. Pridmore podría ser un psicópata, pero en su propia mente, el poder de la confabulación ha creado una historia paralela: se convenció a sí mismo de ser más listo que sus acusadores, y eventualmente se redimió a sí mismo por la fe, reinventándose como pastor cristiano que anuncia la buena nueva de la redención.
Pero no necesitamos ser héroes ni criminales para crear historias acerca de nuestro lugar en el mundo: más allá de la moral, más allá incluso de la ley, el poder de confabulación de la memoria podría ser interpretado sobre todo como una herramienta evolutiva para crear resilencia y sobrevivir a los eventos más traumáticos. Crear incluso la memoria de futuros eventos con la esperanza de materializarlos puede ayudarnos a crear con más claridad el futuro que deseamos, más allá de ayudarnos a borrar un pasado que se nos presenta como intolerable.