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Hay evidencia para creer que Woody Allen abusó de Dylan Farrow, su hija adoptiva, hace 21 años. J. D. Salinger tenía una relación poco inocente con jovencitas, si hemos de hacer caso al documental Salinger de David Shields y Shane Salerno, que recuerda a las aventuras de sexo con niños que Flaubert describe en algunas cartas y que Gide confiesa en algunos diarios. De entre la bibliografía de Roald Dahl podemos destacar cuentos inolvidables como "Charlie and the Chocolate Factory", pero tenemos que rascar en lo incómodo para llegar a la médula de su triunfante antisemitismo (que nada le envidiaría al de Wagner).
La lista de grandes artistas antisemitas (por condicionamiento cultural de su entorno, o por convicción) es considerable: Degas, Ezra Pound, T. S. Eliot. Pero cuando no estaba haciendo comentarios antisemitas, hay quien dice que T. S. Eliot era una buena persona. ¿Qué significa para Waste Land que Eliot fuese una buena persona? ¿Puede deducirse de su escritura que lo era? ¿Quiere decir que, si vemos una película de Woody Allen o leemos Lolita de Vladimir Nabokov apoyamos el abuso infantil, o si leemos a Salinger o a Dahl apoyamos el chantaje de jovencitas o las prácticas antisemitas? Llevando el ejemplo al absurdo: ¿es necesario ser un sodomita para leer al (divino) Marqués de Sade, un borracho para leer a Bukowski, un junkie para leer a Burroughs? ¿En qué basamos la construcción de alguien como buena o mala persona? ¿No se tratará de una mezcla siempre impura del negro y el blanco y cada personalidad no estará conformada, más bien, por una amplia gama de grises?
Un artista no tiene por qué ser una buena persona. Si buscáramos en el arte solamente aquellos valores con los que estamos familiarizados, no podríamos descubrir nunca nada nuevo. Este malentendido resulta de confundir la biografía del artista con su obra; si bien no puede entenderse una sin la otra, el trabajo artístico posee una vida autónoma, que puede alimentarse de la biografía del artista (Jean Genet, ladrón), idealizarla (Hunter S. Thompson, adicto) o pretender distanciarse al máximo de ella (Antonin Artaud).
La primera vez que leemos a Chuck Palahniuk, a David Foster Wallace, e incluso ciertas zonas del Ulysses de Joyce, sentimos lo que Roman Jakobson llamó "extrañamiento": poner un pie en un mundo con otras reglas, donde los tabúes y las cortesías de nuestra ceñida realidad han quedado superados o puestos en evidencia; desenmascarados.
Borges dijo una vez que "al fin y al cabo, las opiniones son lo más superficial que hay en alguien". Pero Borges mismo ha sido muy criticado por haber aceptado reconocimientos pinochetistas y haber sido ciego (políticamente) a la dictadura militar de Argentina. Sin embargo, si cada hombre y mujer se juzgara por sus opiniones políticas o estéticas y no por sus obras, probablemente nadie soportaría el juicio de la Historia.
Y es que muchas veces son obras incómodas (Lars Von Trier, Henry Miller, Gustav Meyrink) las que más nos hacen cuestionar nuestras visiones de mundo, nuestra filosofía, y asomarnos más allá de lo que está cerca de nuestra zona de confort.
Se trata de obras (relatos, poemas, novelas, películas, discos) que exploran una zona oscura de la naturaleza humana y echan luz sobre ella: no para entenderla, sino para observarla en sus más incómodos detalles, es decir, en sus aspectos más humanos. Las leyes de cierto momento pueden condenar Howl de Allen Ginsberg por indecencia y prohibir su distribución, pero hay que pensar que aunque no conociéramos la biografía de Ginsberg, la obra es un documento esencial de la historia emocional de la especie, por decirlo en una frase sosegada. Norman Mailer no era un buen tipo, pues trataba a su esposa terriblemente, pero mientras hacemos votos para que se le denunciara y castigara, también podemos apreciar la vulnerabilidad latente, casi caricaturesca de Los tipos duros no bailan.
Entonces ¿se necesita ser una mala persona para hacer buen arte? Si le preguntan a un amplio espectro de editores en México, probablemente la respuesta sea afirmativa: aún permea la idea de que las personas henchidas de orgullo y amor propio, bobaliconas, sabelotodo, que gustan de quemar en leña verde a los que detestan, son precisamente los que muestran mayores cualidades artísticas. Pero ni siquiera una personalidad fuerte puede ser "augurio" de que hay dentro un gran artista; el poder y el talento requieren más sutileza que fuerza para demostrarse, como podrían afirman Sun Tzu y Marcel Proust.
Ser humano es siempre estar derivando el bien del mal y el mal del bien: es estar promediando datos y construyendo opiniones, frágiles y fugaces, mientras tratamos de llevar una vida más o menos tranquila. Pero, de vez en cuando, abrimos un libro del conde de Lautréamont o de Rimbaud y nos vemos superados por el testimonio del horror y la estupidez humana, expuestos como en un museo de la maldad. Se trata de comprender que no sólo los lectores estamos en la posición que los escritores nos colocan (identificados con sus propios puntos de vista), es decir, que no sólo queremos ver el papel del héroe o la heroína, sino que buscamos también comprender al villano, cuyas motivaciones y construcciones pueden ofrecer mucha más riqueza que el de las fuerzas "del bien" (pienso en el Joker de Batman).
Cada creador vive la relación con su obra entre el gozo y la inhumanidad, entre la alegría y la desesperación; pero como pasa con algunas enfermedades degenerativas, el arte cobra su cuota de energía en las familias. Probablemente los hijos de Hemingway o Dickens hubieran preferido que sus padres fuesen sólo un poco menos geniales como artistas y estuvieran disponibles un poco más como seres humanos.
Por otra parte, ser lector es también tener hambre de esas zonas veladas, aledañas, dispersas en la psique humana; zonas que sólo ilumina la escafandra autobiográfica o la imaginación salvaje. Ambas condiciones de lectura son lugares activos de lectura: ponernos en el lugar del otro para reflejarnos, para descubrir a los otros que llevamos a cuestas.
Twitter del autor: @javier_raya