Probablemente pocos fenómenos de la vida contemporánea que demuestren la vigencia absoluta del simulacro como la pornografía. Ese simulacro que, siguiendo a Jean Baudrillard y a Roberto Calasso, lo mismo tiene implicaciones hipermodernas que raíces remotas, es uno de los rasgos más característicos de nuestra época pero también es herencia de un momento civilizatorio que solo la ilusión racionalista nos hace creer ajeno.
Ver lo que no está ahí, condescender en la ficción de lo ilusorio, aceptar que la sustitución es el fundamento irrenunciable de la realidad, adulterada desde el origen por la imposibilidad de lo verdadero, son descubrimientos epistémicos que se revelan casi obvios en la pornografía, ese montaje que todos reconocemos como tal y, sin embargo, convenimos en ignorar dicha condición y aceptar por un instante que se trata de una situación efectiva.
Como prueba de este sentido ulterior del porno podría mirarse la serie de Melissa Murphy, fotógrafa que se abocó a retratar a estrellas porno con y sin maquillaje, antes y después de pasar por esa sesión de afeites y lacas que de algún modo las convierten en otras personas, en personajes, en la acepción más literaria del término.
Paradójicamente, las fotografías también pueden interpretarse como un ejercicio desmitificador, como la devolución de su humanidad a mujeres que la industria convierte en objetos y mercancías, víctimas en el sacrificio desacralizado del consumo incesante.
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