Desde una perspectiva estrictamente biológica, la naturaleza está en competencia consigo misma. La supervivencia del más apto es una competencia, una lucha por la dominación y si los organismos se niegan a competir, no sobrevivirán. Probablemente el sector más obvio de competencia entre humanos y otros animales es la arena sexual, mientras que el otro campo de batalla obvio incluye al territorio y a la comida. Los machos compiten entre ellos por la dominación sexual y el resultante acceso a la hembras —y si esto aplica en menor grado para las mujeres, el competir por el premio que representa un hombre, es porque para muchas mujeres es más “natural” compartir un hombre que viceversa. Si un niño tiene hermanos varones, la rivalidad comienza a temprana edad, pues compiten por el amor de su madre. E incluso si no tiene hermanos, existe una cierta lucha edípica con el propio padre por este mismo amor y aparentemente esta temprana tensión se encargará de preparar al organismo para la futura lucha existencial que le aguarda. La paradoja de esta dinámica es que tanto el padre como el hijo, o inclusive el hijo y sus hermanos, no sostienen una competencia en un sentido real (basado en la supervivencia), ya que son parte de la misma tribu o sistema en el que hay recursos suficientes para todos. En realidad la lucha ocurre en un plano psicológico y emocional. Mientras que el padre y el hijo no sean percibidos como iguales —no obstante que ambos experimenten al otro como una amenaza— no hay una necesidad que justifique el conflicto entre ellos. Cuando el hijo se acerca a la etapa adulta, la rivalidad comienza a adquirir dinamismo e incluso se transforma en un ingrediente fundamental para el rito de iniciación del niño. La deificación de la autoridad paternal es un rito evolutivo que, al menos en algún grado, es experimentado por la mayoría de los jóvenes varones, a pesar de que en muchas ocasiones, si la figura del padre biológico está ausente, ésta se ve reemplazada por una figura sustituta.
Basado en mi último roce con la mentalidad de adoración y culto a un gurú, puedo decir que la función y atracción (y también la trampa) de los gurús es que nos ayudan a recrear este modelo primario. Como un niño con su padre, aquel que sigue a un gurú se auto-percibe como alguien fundamentalmente inferior a su maestro, al menos en la medida que lo consideren como un ser iluminado, una persona de conocimiento, un avatar de la divinidad, alguien que encarna vivamente la verdad, etc. Y para aceptar a otro ser humano como tu propio gurú, debes creer que ha alcanzado niveles superiores del ser en comparación con los tuyos —en otras palabras, que son superiores de cualquier manera concebible.
Parte del proceso de transformación hacia la adultez que experimenta todo niño implica el concebir a sus padres como individuos imperfectos y por ende rechazar aquellos elementos de condicionamiento filial que no se sostienen luego de cierto escrutinio, los cuales, en vez de facilitar su proceso, le impiden convertirse en un individuo. La conciencia evoluciona a través de una combinación de obstáculos y retos con apoyo y soporte. Si todo en la vida fuesen obstáculos sin apoyo, ninguno sobreviviría; pero si todo fuera apoyo y nada de retos, jamás nos fortaleceríamos lo suficiente para dejar el nido y emprender nuestro propio camino.
En nuestra cultura —y quizá que esto sea ya un fenómeno global— la ausencia de una presencia paternal sólida (un tema suficiente por sí solo para otro artículo) ha creado generaciones de varones maternalizados y “desmasculinizados” que no son aptos (inmaduros psicológica y emocionalmente) para ser padres porque no son aptos para convertirse en hombres. Mientras que la fuerza procreativa es presumiblemente acrecentada, los cimientos de la autoridad, la integridad y la “rectitud” necesarias para canalizar responsablemente esa energía sexual (en contraposición a simplemente estar esclavizado a ella) brillan por su ausencia. Así que mientras los promotores del New Age podrán, optimísticamente, declarar que la era de los gurús ha llegado a su fin, el vacío psicológico y emocional instalado entre nosotros —tanto en hombres como en mujeres— que busca un brillante y divinizado padre, a un líder estilo Obama/Hitler a quien seguir (y que nos provea con esperanza, sentido, y propósito) permanece inalterado. Y esto no puede satisfacerse a través de recursos filosóficos, puesto que no basta con simplemente afirmar que estamos llegando a nuestra mayoría de edad como una conciencia, cuando aún no ha ocurrido el rito de iniciación que comprueba nuestra maduración.
Y precisamente en este punto entra el gurú. En la historia reciente, los gurús han sido frecuentemente expuestos como abusadores del poder que ejercen sobre sus seguidores al explotarlos sexualmente; pero, paradójicamente, es común entre los seguidores de maestros espirituales someter voluntariamente su sexualidad y convertirse en célibes —al igual que en la relación padre-hijo aparentemente hay ciertas experiencias consideradas como “fuera de límite” para todos menos para los adultos, en este caso el gurú. Para los discípulos varones, volverse célibes es una manera de recrear patrones infantiles de deseos pre-sexuales y, en el proceso, renuncia a convertirse en una amenaza sexual para el padre-gurú; esto previene el surgimiento de una rivalidad o competencia entre el gurú y sus seguidores masculinos, lo cual está esencialmente orientado a mantener la armonía entre la comunidad o “familia”. Y como en consecuencia las seguidoras no están siendo sexualmente satisfechas por sus nuevos hombres “desmasculinzados”, tienden a aceptar la gratificación sexual de su gurú bajo el cobijo de la “iluminación”. Entones el gurú obtiene el "control del gallinero”.