Mónica Rojas y la memoria, los cuerpos y los muertos en «A la sombra de un árbol muerto» (ENTREVISTA)
Libros
Por: Carolina De La Torre - 12/04/2025
Por: Carolina De La Torre - 12/04/2025
Hay entrevistas que se sienten como una puerta que apenas empujas y ya estás adentro. Con Mónica, la conversación ocurrió desde ese lugar: uno donde escribir no es una técnica, sino un impulso vital, un territorio que nace en el cuerpo y en lo que ese cuerpo recuerda, guarda y calla.
Desde el inicio, Mónica habló con una claridad que desarma: "Escribo desde mi cuerpo. Desde la experiencia interior". Lo dijo sin rodeos, con la seguridad de quien entiende que algunas historias no se piensan: se sienten. Y ese fue el punto de partida para A la sombra de un árbol muerto, un libro que, según ella, no habría podido existir sin la memoria de su abuela materna y sin las voces que decidió recuperar… incluso las que ya no están.
Cuando Mónica cuenta que entrevistó a los muertos, no lo dice para provocar. Lo dice porque así fue. Porque mientras investigaba, descubrió que parte de su trabajo era escuchar aquello que se había quedado en silencio: historias familiares, dolores heredados, ausencias, violencias normalizadas.
“Sonará raro, pero necesitaba recuperar voces silenciadas. Las de mujeres que no pudieron contarse”, explicó. Y en esa frase también quedó claro que su escritura funciona como una forma de memoria histórica, íntima, emocional. No como un documento: como una herida que por fin se mira.
Cuando le pregunté cómo separa lo que duele de lo que escribe, respondió “Hay escrituras que duelen. Pero duele más no escribirlas.”
Para Mónica, callar también es cómplice del dolor. Eso lo aprendió viendo cómo las violencias que viven las mujeres se siguen justificando, desplazando o normalizando. Por eso el libro dialoga todo el tiempo con el cuerpo femenino —y feminista—: la biología impuesta, la maternidad no elegida, la condición física que todavía define libertades, roles y etiquetas.
Habló de Magdalena, uno de los personajes centrales, como si fuera una mujer que conoció en otra vida. Una mujer que “no tenía cabida en el mundo por no poder tener hijos”. Y a partir de ella, Mónica abrió un hilo hacia todas las que han sido juzgadas, cuestionadas o descartadas por algo que nunca eligieron.
Mónica tiene muy claro que la escritura cambia cuando baja del pensamiento al cuerpo. Pensar ordena. Sentir confronta. Sentir incomoda. Y la incomodidad, para ella, es fundamental.
“La literatura no da respuestas. Plantea preguntas. Y las preguntas vienen de espacios incómodos”, dijo. Y ahí entendí que su libro no busca cerrar nada. Busca abrir. Abrir heridas, abrir memorias, abrir discusiones, abrir miradas que quizá nunca se habían detenido en lo que una familia llamaba ‘normal’.
Como cuando recordó esas historias que se cuentan con tono anecdótico: “Mi abuela se la robaron”, “mi tía se casó a los trece”. Para Mónica, revisitar esas frases no es juzgar el pasado, pero sí preguntarse por qué nos parecían naturales… y qué sigue repitiéndose hoy.
Aunque su obra tiene momentos de realismo mágico, Mónica no lo usa como recurso: lo vive. Su infancia estuvo marcada por lo sobrenatural cotidiano que tantas familias mexicanas reconocen sin pensarlo demasiado.
Si su abuela decía que el abuelo —muerto hacía años— había venido a visitarla, ella lo aceptaba. Si su mamá advertía que no tocara la ofrenda porque “te da un manotazo un muerto”, ella obedecía. “Hasta hoy no puedo tocar la ofrenda”, confesó riendo. Pero no es superstición. Es cultura. Es una manera de mirar el mundo donde los muertos siguen aquí: en los sueños, en los colibríes, en la música, en una flor que aparece sin razón.
“¿Qué es eso sino realismo mágico?”, dijo. Y tenía razón: más que un recurso literario, es un reflejo de quiénes somos.
Cuando le pregunté si algo de ella se coló en el libro sin que quisiera, fue tajante: “Este libro es muy honesto. Completamente.”
Los personajes, según ella, la fueron llevando. Como si la hubieran tomado de la mano: Petra, Leonarda, Magdalena. Mujeres complejas, rotas, suaves, duras, humanas. “Yo estaba montada en un caballo salvaje, siguiendo a las soldaderas”, contó. No sabía dónde iba a terminar, pero confiaba. Confiaba en esas voces, en esa energía, en esa intuición que la acompañó como si no estuviera sola nunca.
Incluso habló de sentir que era una especie de medium literaria. Sonó extraño, lo admitió, pero también sonó sincero: escribir este libro fue un acompañamiento.
Mónica no espera que quien lea encuentre una verdad. Prefiere que encuentre una pregunta. O una incomodidad. O un silencio que por fin se rompe. “La literatura no es condescendiente y los lectores tampoco deberían serlo”, me dijo.
Lo que quiere es simple y profundo: que cada persona se encuentre con algo que le haga replantearse una parte de sí. Algo que la literatura toque sin pedir permiso.
Al final, cuando hablamos de quién habla realmente en el libro, Mónica lo dejó claro: no es solo su voz. Es la voz de todas esas mujeres que nunca pudieron contar lo que vivieron. De las que fueron silenciadas, ignoradas, borradas. El libro es de ellas y para ellas.
Y también —algo que ella misma subrayó— hay hombres en su novela que muestran otras formas de ser. Hombres que maternan, que sostienen, que rompen el molde aprendido. Porque el sistema duele para todos, aunque de maneras distintas.
Antes de despedirnos, Mónica dijo algo que se quedó conmigo mucho rato: que leer y escribir es un acto de libertad. Y que cada quien tiene derecho a acercarse a la literatura desde donde le nazca.
Así que la invitación es esa: leer A la sombra de un árbol muerto desde donde tú quieras, desde donde te duela, desde donde resuene.
Porque es un libro que se siente vivo. Y porque, como dice Mónica, aquí los muertos nunca se mueren.