Akira Kurosawa filmaba con el alma abierta al cielo y a la tierra. Su cine no es contemplación: es meditación en movimiento. Es la belleza del relámpago atrapado en la calma de una toma fija. Es la lluvia que cae con violencia, pero purifica. Kurosawa no filma: esculpe tiempo (siguiendo la fórmula de Tarkovski).
El director de Ikiru (Vivir, 1952) fue uno de esos raros artistas a los que no les basta con simplemente contar una historia, sino que necesitan desplegar una visión, y aunque su nombre resuena como mito, su cine está lleno de humanidad palpable, cruda y hermosa. Desde sus primeras películas en los años 40 hasta su legado tardío en los 90, su obra fue –y sigue siendo– una brújula emocional y estética para el cine moderno.
La fuerza de Kurosawa reside en su capacidad de condensar lo épico y lo íntimo en una misma respiración. Su estilo es inconfundible: composiciones coreografiadas con precisión poética, el uso simbólico del clima –en las escenas a las que recurre a elementos naturales, la lluvia es y no es lluvia, el viento no es solo viento– y una dirección de actores que les exige más que actuar: los hace encarnar.
Kurosawa amaba el movimiento. En su cine, el encuadre se transforma constantemente: panorámicas, travellings laterales, cortes secos y pausas eternas. Su edición no estaba dictada por el ritmo de la trama, sino por el ritmo del alma.
Visualmente, es un director que cree en la tensión del silencio, en la expresividad de un rostro quieto, en la profundidad de un paisaje que mira de vuelta. Su dominio del blanco y negro es tan hipnótico como sus incursiones al color en filmes posteriores, donde cada tono parece elegido con pincel zen.
Como todo gran artista, Kurosawa regresaba una y otra vez a ciertas obsesiones: la moral frente al caos, la fragilidad de la verdad, la lucha interna del ser humano por mantener la dignidad en un mundo roto. Los samuráis no eran para él figuras románticas, sino símbolos del conflicto entre deber y deseo. Sus personajes no resuelven dilemas: los habitan, los sufren, se quiebran con ellos.
Uno de sus rasgos más profundos es su visión del tiempo como algo cíclico. El pasado siempre vuelve, el error se repite, la guerra no termina nunca del todo. Y sin embargo, en medio de la violencia, Kurosawa siempre deja una grieta por donde entra la luz: un gesto de compasión, una mirada de redención.
Sencillo: cuando el viento parece tener una intención. Cuando la lluvia no es solo atmósfera, sino emoción pura. Cuando el honor pesa más que la vida. Cuando un rostro en silencio dice más que mil diálogos. Cuando un plano se siente como una pintura y una batalla como una danza.
Si hay una obra que resume la grandeza cinematográfica de Kurosawa, esa sería Los siete samurái, de1954. Esta película no solo redefinió el cine de acción: creó su ADN. Ahí Kurosawa tomó una historia elemental, se podría pensar que incluso común a cualquier sociedad de la historia humana, compuesta de un puñado de motivos básicos –un pueblo indefenso, un grupo de guerreros, una amenaza inminente— y lo transformó en un poema sobre la resistencia, el sacrificio y la esperanza.
La estructura narrativa de este filme fue replicada hasta el cansancio en Hollywood (Los siete magnificos, Bichos, The Mandalorian), pero nadie ha tocado su esencia: ese equilibrio entre la épica y lo profundamente humano. Con esta cinta, Kurosawa no solo exportó una historia: exportó una manera de filmar el alma.
Rashōmon (1950) — Una historia contada desde cuatro perspectivas: la verdad fragmentada. Inició el reconocimiento internacional del cine japonés.
Ikiru (1952) — Un funcionario gris busca sentido tras descubrir que va a morir. Pura poesía existencial.
Los siete samurái (1954) — La cumbre del cine épico y humano.
Trono de sangre (1957) — Macbeth de Shakespeare en clave samurái. Macbeth entre neblina y fantasmas.
Kagemusha (1980) — La identidad como máscara, el poder como ilusión.
Ran (1985) — El Rey Lear más sangriento y visualmente deslumbrante jamás hecho.
Kurosawa no solo influenció a directores como Scorsese, Coppola, Lucas o Spielberg. Moldeó una forma de ver el cine. Tarantino le debe más de un encuadre. Nolan le debe su obsesión por la percepción del tiempo. Y cualquiera que haya filmado una batalla bajo la lluvia está, aunque no lo sepa, invocando su espíritu.
Su cine no envejece porque no pertenece a una época: pertenece a las emociones profundas. Kurosawa nos mostró que el silencio puede ser más fuerte que un grito, que la tragedia no necesita palabras, y que, en un campo de batalla o en una oficina gubernamental, el alma humana es un territorio en disputa.
Al final, su cine es eso: un campo donde se enfrentan la luz y la sombra. Donde cada plano es una decisión ética. Donde cada gota de lluvia pesa como una lágrima antigua.