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¿Por qué Patti Smith ha denominado a Arthur Rimbaud el primer poeta punk? ¿Qué tiene la poesía de este autor adolescente para que siga siendo tan atractiva? ¿Cómo vivió esta grande y pequeña figura del simbolismo y de la generación de poetas malditos?

Rimbaud, ciento setenta años del poeta niño que creyó que ya no podía ofrecer nada más a la Literatura al alcanzar los dieciocho, la mayoría de edad para la mayoría en el mundo.

Cinco años le bastaron para convertirse en el primer poeta de movimientos, revoluciones, tendencias o poses como el surrealismo o el punk. Nacido en 1854 en la localidad francesa de Charleville, una foto de Arthur Rimbaud es la referencia visual del “enfant terrible”, el hijo de una Navidad maldita, una nueva religión que trató de despertar la espiritualidad dormida de una Europa debilitada por el moralismo burgués. De acuerdo con el historiador Alain Daniélou, a veces lo diabólico pasa a ser la verdadera religión cuando las grandes religiones se convierten en conformismo, hipocresía, mediocridad y repetición.

Rimbaud fue un poeta tan inusual que tiene un poema titulado Soneto del hueco del culo. El primero de los punks, sentencia muy acertada de la compositora y artista visual Patti Smith. 

Sin embargo, si no hay en la obra de Rimbaud una poesía universal, debido a su alejamiento constante o a su estilo de asociaciones experimentales y arbitrarias, sin duda, su escritura sucedida desde los diez años, la mitad de su vida literaria, tuvo acceso al universo poético, a un principio perennialista del arte como tránsito, sugestión y trasportación sensorial.

Quizá por algo Friedrich Schelling dividía a los poetas en “antiguos”, planetas que orbitan alrededor del Sol, y “modernos”, cometas, brillos viajantes que desaparecen en el espacio intocado. Alma nómada que siempre se sintió extranjera en todos lados, Rimbaud se convirtió en un cuerpo nómada que escapaba de sí mismo a través del amor, y de Rimbaud poniéndose en camino como vagabundo o artista de circo. Al retirarse, se perdería en ciudades negras, apenas vistas por ojos europeos como Tadjoura, Shoa y Abisinia, el famoso Cuerno de África.

 

 

Como figura clave del simbolismo, Rimbaud concibió la libertad como una salida de la claustrofóbica suma de situaciones de la vida humana. O mejor dicho, pudo ver la libertad por no ser esta una abstracción, sino el espacio “entre” los símbolos, los motivos, las provocaciones apalabradas, hechas seducción, hechizo, convencimiento, arte:

El poeta se hace visionario mediante una larga, ilimitada y sistemática desorganización de todos los sentidos. Todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura; se busca a sí mismo, agota en sí mismo todos los venenos y conserva sus quintaesencias. Tormento indecible, donde necesitará la mayor fe, una fuerza sobrehumana, donde se convierte en todos los hombres en el gran inválido, el gran criminal, el gran maldito... ¡y en el Científico Supremo! ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque ha cultivado su alma, ya rica, más que nadie! Alcanza lo desconocido, y si, demente, pierde finalmente la comprensión de sus visiones, ¡al menos las habrá visto! ¡Qué importa si se destruye en su vuelo extático a través de cosas inauditas, innombrables: vendrán otros trabajadores horribles; comenzarán en los horizontes donde ha caído el primero!

Rimbaud llegó al París de la insurrección de la Comuna, familiarizándose pronto con escritores y revolucionarios. El también poeta Paul Verlaine, un hombre maduro, dejaría a su esposa y e hijo para condenarse o liberarse junto a su inesperado ángel adolescente.

¿Querubín que cayó a consecuencia de este vínculo o querubín ya caído? Entre 1872 y 1873, la pareja vagaría sin dinero y con una pobreza a penas soportable dando clases de francés en Inglaterra y Bélgica. Una relación caótica que culminó con un tiro en la mano de Arthur y una condena de dos años de cárcel para Paul. También produjo el libro con el que Rimbaud pasó a la Historia y abandonaría la poesía, Una temporada en el Infierno.

Con apenas treinta y siete años, murió de cáncer en París, ciudad a la que regresaría casi como si ahí hubiera venido al mundo, desnudado de sus escasas posesiones vendidas para costear su viaje, uno de un cometa persiguiendo la atracción.

El Rimbaud más inocente le debería al Sena y a la fascinación de Verlaine su conocimiento público, además de su inclusión en la antología de 1884 de Los poetas malditos.

En Pijama Surf queremos compartirles El Barco ebrio, uno de los más bellos poemas de Rimbaud. Ese enviado a Verlaine, obligándolo, sin quererlo, a suplicarle venir a París:

 

Según iba bajando por ríos impasibles,

me sentí abandonado por los hombres que sirgan:

Pieles Rojas gritones les habían flechado,

tras clavarlos desnudos a postes de colores.

Iba, sin preocuparme de carga y de equipaje,

con mi trigo de Flandes y mi algodón inglés.

Cuando al morir mis guías, se acabó el alboroto:

los Ríos me han llevado, libre, adonde quería.

En el vaivén ruidoso de la marea airada,

el invierno pasado, sordo, como los niños,

corrí. Y las Penínsulas, al largar sus amarras,

no conocieron nunca zafarrancho mayor.

La galerna bendijo mi despertar marino,

más ligero que un corcho por las olas bailé

––olas que, eternas, rolan los cuerpos de sus víctimas––

¬diez noches, olvidando el faro y su ojo estúpido.

Agua verde más dulce que las manzanas ácidas

en la boca de un niño mi casco ha penetrado,

y rodales azules de vino y vomitonas

me lavó, trastocando el ancla y el timón.

Desde entonces me baño inmerso en el Poema

del Mar, infusión de astros y vía lactescente,

sorbiendo el cielo verde, por donde flota a veces,

pecio arrobado y pálido, un muerto pensativo.

Y donde, de repente, al teñir los azules,

ritmos, delirios lentos, bajo el fulgor del día,

más fuertes que el alcohol, más amplios que las liras,

fermentan los rubores amargos del amor.

Sé de cielos que estallan en rayos, sé de trombas,

resacas y corrientes; sé de noches… del Alba

exaltada como una bandada de palomas.

¡Y, a veces, yo sí he visto lo que alguien creyó ver!

He visto el sol poniente, tinto de horrores místicos,

alumbrando con lentos cuajarones violetas,

que recuerdan a actores de dramas muy antiguos,

las olas, que a lo lejos, despliegan sus latidos.

Soñé la noche verde de nieves deslumbradas,

beso que asciende, lento, a los ojos del mar,

el circular de savias inauditas, y azul

y glauco, el despertar de fósforos canoros.

Seguí durante meses, semejante al rebaño

histérico, la ola que asalta el farallón,

sin pensar que la luz del pie de las Marías

pueda embridar el morro de asmáticos Océanos.

¡He chocado, creedme, con Floridas de fábula,

donde ojos de pantera con piel de hombre desposan

las flores! ¡Y arcos iris, tendidos como riendas

para glaucos rebaños, bajo el confín marino!

¡He visto fermentar marjales imponentes,

nasas donde se pudre, en juncos, Leviatán!

¡Derrubios de las olas, en medio de bonanzas,

horizontes que se hunden, como las cataratas.

¡Hielos, soles de plata, aguas de nácar, cielos

de brasa! Hórridos pecios engolfados en simas,

donde enormes serpientes comidas por las chinches

caen, desde los árboles corvos de negro aroma!

Quisiera haber mostrado a los niños doradas

de agua azul, esos peces de oro, peces que cantan.

––Espumas como flores mecieron mis derivas

y vientos inefables me halaron, al pasar.

A veces, mártir laso de polos y de zonas,

el mar, cuyo sollozo suavizaba el vaivén,

me ofrecía sus flores de umbría, gualdas bocas,

y yacía, de hinojos, igual que una mujer.

Isla que balancea en sus orillas gritos

y cagadas de pájaros chillones de ojos rubios

bogaba, mientras por mis frágiles amarras

bajaban, regolfando, ahogados a dormir.

Y yo, barco perdido bajo cabellos de abras,

lanzado por la tromba en el éter sin pájaros,

yo, a quien los guardacostas o las naves del Hansa

no le hubieran salvado el casco ebrio de agua,

libre, humeante, herido por brumas violetas,

yo, que horadaba el cielo rojizo, como un muro

del que brotan ––jalea exquisita que gusta

al gran poeta–– líquenes de sol, mocos de azur,

que corría estampado de lúnulas eléctricas,

tabla loca escoltada por hipocampos negros,

cuando julio derrumba en ardientes embudos,

a grandes latigazos, cielos ultramarinos,

que temblaba, al oír, gimiendo en lejanía,

bramar los Behemots y, los densos Malstrones,

eterno tejedor de quietudes azules,

yo, añoraba la Europa de las viejas murallas

¡He visto archipiélagos siderales, con islas

cuyo cielo en delirio se abre para el que boga:

––i¿Son las noches sin fondo, donde exiliado duermes,

millón de aves de oro, ¡oh futuro Vigor!?

¡En fin, mucho he llorado! El Alba es lastimosa.

Toda luna es atroz y todo sol amargo:

áspero, el amor me hinchó de calmas ebrias.

¡Que mi quilla reviente! ¡Que me pierda en el mar!

Si deseo alguna agua de Europa, está en la charca

negra y fría, en la que en tardes perfumadas,

un niño, acurrucado en sus tristezas, suelta

un barco leve cual mariposa de mayo.

Ya no puedo, ¡oleada!, inmerso en tus molicies,

usurparle su estela al barco algodonero,

ni traspasar la gloria de banderas y flámulas

ni nadar, ante el ojo horrible del pontón.

 

Imagen de portada: Arthur Rimbaud IA, Adobe Stock.