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El genio literario de Joyce se demuestra en este capítulo del Ulysses

Leo por estos días el Ulysses. El tercer intento, si la memoria y los números no me fallan. Antes fue inevitable sentir a cuestas la reputación del libro, su historia, su presencia en la cultura –y derivado de todo ello, ciertas expectativas de lo que el libro tendría que ser, o qué tendría yo que encontrar ahí.

Hasta que no. Hasta que una forma un poco más libre de lectura simplemente ocurrió. Una forma de lectura que, por otro lado, también abrió espacio para la admiración, el asombro y la sorpresa. Leer con ingenuidad, como si esta fuera la primera mañana del mundo y este el primer libro que uno toma. Leer también, pienso ahora, a la manera que propone Borges en el párrafo final de “Pierre Menard, autor del Quijote”.

A la luz de esa posibilidad de soltura, el primer momento de verdadero asombro que he tenido hasta ahora fue el capítulo seis, donde se narra el entierro de Paddiy Dignam y que por eso mismo transcurre en el cementerio de Dublín. De acuerdo con el propio Joyce, la referencia a la Odisea presente en este capítulo es a Hades, el inframundo de la mitología griega adonde Ulises descendió en busca de respuestas (Canto XI).

Lejos de pretender una interpretación exhaustiva de este pasaje o una lectura de “experto” que establezca las relaciones puntuales entre el texto homérico y el joyceano, yo me conformo ahora con señalar el motivo de mi sorpresa (y, quizá, mi propia solución a la adivinanza planteada por Joyce en este capítulo, pues, ¿no es de alguna manera eso el Ulysses, una compleja, demorada y gran adivinanza?).

Si el capítulo me asombró fue por la forma tan sutil y al mismo tiempo tan efectiva con que Joyce recreó esa ambigüedad que, culturalmente, suponemos que es un rasgo característico del mundo de los muertos. Preciso: ambigüedad sensorial. 

Acaso como efecto de la vasta y potente influencia de la cultura griega en la mentalidad occidental, cuyos meandros se han extendido por siglos hacia prácticamente todos los ámbitos de lo humano, me parece más o menos común que cuando cualquiera imagina el “más allá”, el escenario que la fantasía entrega no está del todo definido, sino que es algo más bien confuso, como un sueño. No por nada, ya desde los griegos, se emparentó a éste con la muerte, por su semejanza fisiológica (desde cierta perspectiva, la persona dormida no se distingue mucho de la persona recién muerta), y también porque de alguna manera el sueño nos puede deparar en su azar la fantasía de ver o conversar con seres queridos que han fallecido. Sobre su padre difunto dice Octavio Paz en Pasado en claro:

Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.

En el capítulo seis del Ulysses, sobre todo hacia su parte final, Joyce recrea (me parece que admirablemente) esa ambigüedad y confusión que se llega a atribuir al reino de los muertos. Hay personas que se esfuman de pronto, que un instante están ahí al lado y al siguiente ya no se las encuentra, presencias enigmáticas cuya identidad Bloom no alcanza a distinguir o precisar. Todo esto, además, mientras el funeral de Dignam está terminando y Bloom está absorto en sus pensamientos sobre la muerte, el fin de la vida y el cementerio como símbolo y realidad del destino que a todos nos aguarda. Tout fini par partir en fumée. En buena medida como si de pronto cualquiera de nosotros, con toda su vitalidad, en consciencia plena, tuviera de súbito contacto con aquellos que partieron.


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Encuentra en este enlace una edición del Ulysses de Joyce en la traducción de José Salas Subirat


Twitter del autor: @juanpablocahz


Imagen de portada: lithub.com