El amor platónico y la moralidad erótica de Iris Murdoch
Filosofía
Por: Alejandro Massa Varela - 04/10/2024
Por: Alejandro Massa Varela - 04/10/2024
Para un hombre que se llama “curiosidad”.
Discípula de Wittgenstein, la irlandesa Iris Murdoch escribió filosofía en la clave de la autocorrección de la novela, una prosa que empieza como autoconocimiento, pero que, sin tachar o borrar al ego perdido en la neurosis de las dinámicas sexuales, descubre en sus equívocos y ruegos solitarios una atracción moral sin fin que extiende más allá a la psicología, una idea platónica o un Dios del Bien que resuena en la ambigüedad de las individualidades, las fronteras vivientes de la intimidad que parecen mover al mundo de sitio, sin complacer al deseo y solo a otra necesidad de respuesta. Junto a sus amigas filósofas Elizabeth Anscombe, Mary Midgley y Philippa Foot, Iris renovó el pensamiento moral contemporáneo al reinterpretar o dando a conocer mejor a Platón, abordando desde la interrogante de la belleza preguntas propias de la corriente analítica anglosajona sobre nuestra identidad sensorial, posible solo para una gran novelista. Murdoch además fue valiente como para hacer teología desde el agnosticismo. ¿Somos como somos y vivimos de la manera en que lo hacemos gracias a una naturaleza inherente o al mundo que aparentemente nos rodea?
Para Platón, lo genuino del conocimiento, “noesis”, se distingue como un contenido de verdades eternas. La “anamnesis” es el principio de esta concepción: el aprendizaje es en última instancia “recuerdo”, todo lo que es posible aprender ya está presente antes de someternos a cualquier clase de enseñanza, por lo que cualquier percepción e investigación implican retrotraerse a lo que es innato en nosotros. Esta hipótesis cognitiva confirma su veracidad solo de la misma manera en que lo metafísico es evidente para sí mismo o se abre a una profundidad que nadie podría prever si esta no ha sido desde siempre. La esencia o la naturaleza de las cosas solo puede investigarse si hubo antes una visión sin tiempo que es posible “reconocer”. Esto es parecido a recordar conscientemente el nombre de un objeto y “recuperarlo”, saber otra vez lo que tenemos. Investigar supone despertarse a lo más real que casi habíamos olvidado salvo por un rastro de efectos sensibles. Esto es saber de la trascendencia. Cada quien podría decir que sabe lo mismo que cualquiera identificando determinadas sensaciones al recostarse sobre un campo, escuchar el aullido de un animal o conversar con una persona. Sin embargo, esto no garantiza verosimilitud, primero, porque estas sensaciones se identifican con el propio cuerpo y a la vez con un campo, un animal o una persona independientes que, segundo, pueden describirse de manera algo o muy diferente según quién. Platón asumía que estas sensaciones pueden conducir al engaño, aunque la inexactitud que comunican al alma sirve para provocar la contemplación genuina.
Somos criaturas tan íntimas y secretas que la interioridad es lo más sorprendente de nosotros, incluso más sorprendente que nuestra razón. Pero no podemos simplemente entrar en la caverna y mirar a nuestro alrededor. La mayor parte de lo que creemos saber sobre nuestra mente es pseudoconocimiento. Todos somos unos farsantes impactantes, muy buenos para inflar la importancia de lo que creemos que valoramos.
Es cierto que a lo largo de nuestra vida se vuelve difícil decir si uno conoce o reconoce la realidad: si desconfiamos de nuestras descripciones individuales, podemos pensar que es eterna. El tipo de conocimiento que nos hace poner en duda si, para uno o para cualquiera, algo como lo “roja” que es una manzana o la sangre “parece” natural, permite también un tipo de certeza. Si no puedo confiar ni en mis sensaciones ni en la multiplicidad a la que se refieren, ya que ni siquiera tengo claro si son solo mías y mi propio cuerpo, puedo confiar en la preexistencia de una idea como “lo rojo”. También en la “idea” del Bien de la que derivaría todo lo que podemos llegar a vivir como experiencias buenas. Esto llevó a Platón a concluir que todas las formas de las cosas son un mundo ideal o eso es el mundo. Este también sería más real que todo lo que “nos” parece cierto sobre nosotros mismos, como nuestro nacimiento y nuestra vulnerabilidad corporal. ¿Qué es lo eterno? Que siempre ha existido eso que llamamos “estar vivos”, mientras que nuestra encarnación, los parámetros de nuestro yo y nuestras relaciones, es solo una de muchas posibilidades para esta verdad inmortal.
Murdoch recordó durante su vida afectiva y carrera filosófica esta idea que llamamos el Bien, la forma del conocimiento y del amor. No obstante, siempre se resistió a reconocerla más real que los objetos y las personas individuales que participan de esta idea. Habría que pensar menos en términos metafísicos y más desde un realismo moral. El problema no es lo múltiple, sino la propia importancia o el ego como una perspectiva. Las diferencias entre personas y las particularidades del mundo no son un agregado o instancias de una categoría. El gran desafío no es otro que abandonar una psicología primaria y egoísta, para comprender que algo o alguien además de uno mismo es real. No es un problema que esta verosimilitud sea individual, de cada otra persona, una a la vez, ni tampoco que el conocimiento difiera para cada uno de nosotros en relación con cada otra persona. En palabras de Mark Hopwood:
Amamos a los individuos a la luz del Bien, y amamos el Bien a través de los individuos.
Las novelas que escribió la irlandesa frecuentemente recurren a personajes extraviados en la ilusión de un mundo propio. Las demás personas no son toda esa serie de fantasías que podemos llegar a tener sobre ellas. Tampoco los animales, las plantas o lugares amados u odiados. Por eso mismo, nuestro ego debe aprender a callar de vez en cuando, un proceso al que Iris se refería como “desinterés”, un concepto que apunta al mismo trabajo espiritual al que hizo mención la mística Simone Weil con su concepto de “descreación”, descrearnos hasta volver a ver que nuestras nociones de tiempo, espacio, valor propio y yo no son el centro de todo. Para ambas filósofas, el budismo y el cristianismo tenía mucho que enseñar sobre esto, aunque Murdoch asumió una posición decididamente más agnóstica. El principio de renacimiento budista probablemente es indemostrable y secundario, siendo su mejor aporte una interesante problematización del ego. Por otra parte, puede reconocerse en la propuesta cristiana de Dios una fuente de energía distinta de nuestra psicología natural:
Un único objeto de atención trascendente, no representable y necesariamente real.
Como no teísta, Iris pensaba que había que buscar una fe, la cual no necesariamente tenía por qué partir de la creencia en un ser creador o individualidad suprema. Lo múltiple puede ser una gran religión siempre y cuando partamos de una curiosidad ni satisfecha ni insatisfecha, sino espiritual. El mundo del Bien no es diferente de este mundo siempre distinto, porque su multiplicidad no es el origen del engaño que nos lleva a cometer todo tipo de errores. La perspectiva de que todo es nuestro, o apropiarse de lo bueno como una apropiación del ser, sería una falta de curiosidad genuina. Por ejemplo, las expectativas que ponemos sobre seres que potencialmente podemos amar, son límites al conocimiento que complican la sexualidad, la amistad y el cariño. Esto también lleva a dejar de conocer el Bien. En la película animada Soul, Dorothea Williams lo explicó con ese alito de jazzista a Joe Gardner:
Escuché esta historia sobre un pez. Él se topa con un pez viejo y le dice:
– Amigo, estoy buscando esa cosa a la que llaman océano.
– ¿El océano?, le dice el otro pez. Eso es en lo que estás ahora.
– ¿Esto?, le dice el joven pez. Esto es agua. Lo que quiero, es el océano.
Los personajes imperfectos de las novelas de Murdoch viven una continua neurosis afectiva, moral y sexual. Confunden el apego con el amor, por lo que se engañan creyendo que conocen a las personas y lo que es el Bien. Las curiosidad espiritual no es otra que tratar de conocer a los otros tal y como son. Es metafísica porque implica ver lo invisible y dejar de ver lo visible. Hay que acostumbrarse a las diferencias y a la separación, porque ese conocimiento será siempre inacabado y el otro que podemos amar extiende el Bien de maneras imprevistas. La individualidad es un horizonte, por lo que es posible ver la distancia a la vez que no toda pueda ser vista de una vez. Pero si una metodología de conocimiento es auténticamente erótica, evita la idealización y hace maestra o maestro a una compañera o a un compañero de vida. Solo si la metodología de nuestra curiosidad abandona esa dicotomía de la satisfacción y la insatisfacción, nos será posible convertirnos cada vez más en mejores amantes, adoradores de aquello que trasciende nuestros ojos e invita a ser inmortales.
El intenso y mutuo amor erótico, el amor que implica junto con la carne el más refinado ser sexual del espíritu, que revela y quizá incluso crea ex nihilo el espíritu como sexo, es comparativamente raro en este inconveniente mundo. Tal amor se presenta como un valor tan embriagadoramente superior, que hasta el decir que uno lo disfruta parece ser un sacrilegio. Es algo que uno debe experimentar de rodillas.
Y cuando existe no puede sino arrojar una ardiente luz de justificación sobre su propia escena, una luz que pueda dejar al resto del mundo en tinieblas.