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¿Qué tan común fue la práctica del sacrificio humano en las poblaciones mesoamericanas? ¿Por qué hacía parte de las cosmologías indígenas? ¿Qué tan excepcional fue este pasado religioso en comparación con el del resto del mundo?

En las religiones de Mesoamerica y otras regiones del desaparecido mundo antiguo, los seres adorados como dioses tienen en común con el resto de los seres la necesidad de alimentarse. Si no se les proporciona este sustento dentro de una relación cerrada entre grupos humanos y estas fuentes de realidades, dejan de ser, muere su poder. Y el alimento de unos cuerpos siempre son otros cuerpos. Por ejemplo, los mayas regaban su sangre hiriéndose con cuchillas y huesos afilados los lóbulos de las orejas, la lengua o incluso el pene, depositando esta ofrenda ante sus ídolos. Los dioses de todo México y Centroamérica, sedientos de esta calidez vital, exigían sacrificios humanos en ceremonias establecidas, como el juego de pelota con componentes rituales, o para poner fin a épocas de crisis, recibiendo como ofrendas al equipo perdedor, prisioneros de guerra o personas elegidas con características especiales.

En México en general estamos muy habituados a esta realidad histórica, pero desde la caída de Tenochtitlan hasta hoy continúan los intentos de gestionar y adulterar esta verdad desde distintos intereses, hechos del pasado que incomodan al primer mundo debido a la culpa o desde la superioridad moral. En un extremo se reconoce un sensacionalismo neocolonialista que pretende retratar a los indígenas prehispánicos como los únicos o, por lo menos, los máximos sacrificadores de la Historia universal. Una justificación de del genocidio, el dominio y el expolio europeos que, no hay por qué negarlo, es la cara negativa de un contacto cultural también positivo, pero no al extremo de merecer disfrazarse como una empresa basada en algo tan abstracto como los derechos humanos. En el extremo contrario hay que señalar una idealización negacionista de los sacrificios humanos como elemento clave en las cosmologías y estratificaciones sociales prehispánicas. Una postura basada en imaginar utopías pacíficas de astrónomos y poetas incruentos, y que desconoce o invalida como tergiversaciones a las fuentes documentales de los siglos XVI y XVII, los testimonios de conquistadores, evangelizadores e indígenas conversos y sometidos, ciertamente subjetivos, como no podría ser de otra forma.

¿Los sacrificios humanos llevados a cabo en esta zona del mundo son solo parte de una campaña negra? No, aunque, sin duda, hay una instrumentalización de este pasado para blanquear el pasado europeo y nuevas formas de subestimación de los derechos indígenas para definir su identidad. El sacrificio humano no fue algo extraño en prácticamente ningún rincón del mundo antiguo, y su sentido ritual habría acompañado el desarrollo de sociedades complejas como mecanismo de control de las poblaciones, una metafísica sobre el macrocosmos anterior al valor individualista del microcosmos que es una persona humana. Está más que documentada la práctica del sacrificio humano en los cinco continentes, por ejemplo, en regiones culturales tan diversas como Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma y la India.

Las evidencias de este pasado en el caso de los indígenas de México son fuentes documentales sobre lo cruel y lo complejo de este mundo sacrificial, producidas en las primeras décadas de la colonización española. Pictografías y textos en náhuatl redactados por los propios locales en caracteres latinos, las relaciones de conquistadores como Bernal Díaz del Castillo como testimonios directos de la vida religiosa de Tenochtitlan, o las descripciones del culto mexica realizadas por misioneros católicos como el jesuita José de Acosta o el fraile franciscano Bernardino de Sahagún. Fuentes que han nutrido investigaciones contemporáneas excelentes como La flor letal de Christian Duverger, Ritual Human Sacrifice in Mesoamerica de Elizabeth H. Boone, El sacrificio humano entre los mexicas de Yólotl González Torres, Cuerpo humano e ideología de Alfredo López Austin, City of Sacrifice de Davíd Carrasco, y El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana de Leonardo López Luján y Guilhem Olivier. En palabras de este último investigador, las víctimas de los sacrificios en cuestión podían incluir:

desde niños que personificaban a los tlaloques, pequeños dioses de la lluvia, mancebos para representar a dioses guerreros como Huitzilopochtli o Tezcatlipoca, muchachas que personificaban a las diosas del maíz, mujeres maduras para Toci, diosa de la Tierra, hasta ancianos para representar a Mictlantecuhtli, dios del inframundo.

Estas investigaciones han contrastado los documentos coloniales con los datos emergentes de la arqueología y la antropología física. Se cuenta como uno de los más importantes hallazgos sobre la práctica del sacrificio humano en Mesoamérica: el descubrimiento, gracias al equipo de Leopoldo Batres, del “huey tzompantli” o el gran muro de cráneos del Templo Mayor, escondido en la calle de Guatemala en el Centro Histórico de la Ciudad de México del durante. Una estructura de argamasa, cal y piedra de tezontle donde eran colocadas cientos de calaveras. Sin embargo, ¿por qué sacrificar seres humanos? es la pregunta más elusiva.  

Antes del auge tolteca del periodo Clásico, las víctimas más comunes pudieron haber sido no personas, sino animales como pavos salvajes, perros, ardillas, codornices e iguanas, no subestimados como ofrendas dignas para los dioses. Las guerras entre entidades políticas cada vez más frecuentes pudieron conllevar al sacrificio de los adversarios cautivos. Detrás de este fenómeno religioso hay una lucha por la hegemonía como derecho al sometimiento. Pero además de esta historia social, que también explica por qué era tan odiado un imperio como el mexica, al punto de que diversos grupos indígenas se aliaron a Hernán Cortés, se minimizaría la emotividad del sacrificio si se ignora su lugar en un entramado metafísico.     

Como escribió Alfonso Caso en su libro El pueblo del Sol, el ser humano “ha sido creado por el sacrificio de los dioses y debe corresponder ofreciéndoles su propia sangre”. La vida en su totalidad es la expresión somática de la naturaleza divina o el cuerpo de un dios. Y el hecho de que la vida solo pueda mantener sus manifestaciones reiniciando a través de la muerte implica que ese dios come de sí mismo, es cíclicamente las víctimas sacrificadas y el beneficiario de los sacrificios. En su libro Shiva and Dionisos, el historiador de la Antigüedad Alain Daniélou explica la intimidad expansiva del sufrimiento cósmico, el hecho constante del sacrificio hallado también en formas de nuestra vida colectiva con la guerra, la caza o la gastronomía:

Dado que nada puede existir sin alimentarse de la vida de otros seres, nosotros mismos debemos asumir la responsabilidad ante los dioses que así lo han ordenado. Para que los dioses sean partícipes de nuestras acciones, debemos superar la etapa instintiva y ritualizar el acto de matar de la misma manera que el acto de amar. Para compartir con los dioses la responsabilidad del acto fratricida por el que nos vemos obligados a devorar a otros seres vivos para sobrevivir, debemos ofrecerles víctimas en sacrificio.

El mito del dios “Xipe Tótec”, nuestro señor el desollado, cuyo cuerpo es la fertilidad y la guerra, da cuenta de su autosacrificó en beneficio de la humanidad, sacándose los ojos y desollándose en vida para alimentar a las personas con su piel, una imagen que recuerda al acto de quitarle el “totomoxtle” o las hojas a una mazorca. Cerrar una vida para abrir muchas más. La creencia en una identidad no individual, sino orgánica, de un grupo de bocas que se abren hasta el infinito esperando que la sangre tome la forma de un dios joven y nuevo.


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Imagen de portada: Sacrificio humano maya, WordPress.