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¿Quién fue Sri Ramakrishna? ¿Cuál fue su relación con las místicas hindúes, cristianas e islámicas en su Bengala natal? El filósofo Michel Hulin nos relata la primera visión de este maestro a la edad de seis años.

Gadadhar Chattopadhyay, conocido en Nueva York, Calcuta, Tokyo o Bogotá por su nombre de renunciante, “Ramakrishna”, fue un místico bengalí del siglo XIX prácticamente ajeno a los estudios intelectuales, pero iniciado en las distintas tradiciones kármicas y abrahámicas presentes en su India natal. Desde 1856 ofició como sacerdote del templo de la diosa Kali en Dakshineswar, la Devī renegrida cercenadora de cabezas, el otro lado de todo cuanto puede anticipar la conciencia, la noche donde ha muerto y ha nacido la vida. Seguidor de la meditación y los rituales tántricos, fue instruido también en la religión “vaishnava”, el culto al soñador cósmico “Visnú” y sus avatares. No siendo un lector, escuchó las suras del Corán y los versículos de la Biblia convertidos en el vehículo para sus visiones de Muhammad, el profeta de la Meca, y de la Theotokos, María que señala a su hijo como la puerta definitiva.

Uno de sus alumnos más notables, Narendranath Datta, más conocido como “Vivekananda”, asumió una actitud semejante a la de Pablo de Tarso y su rescate del rabino itinerante Jesús, interpretando las enseñanzas de su maestro para iniciar una misión destinada a occidentales. Viajaría en 1893 a los Estados Unidos para participar en El Parlamento de las Religiones del Mundo celebrado en la ciudad de Chicago. En 1897 fundó la organización Ramakrishna Mission, y dos años después, la orden monástica Ramakrishna Math.

Son muchas las religiones que se volvieron parte del día a día en Bengala, y este místico las adoptó sin apegos, rigorismo o una confesionalidad estricta. Aprender de un solo camino puede volverse tedioso y repetitivo. No hay riesgo en cambiar nuestro punto de mira y adoptar otro siempre que reconozcamos la fragilidad, porque la visión se mantiene no gracias a un fundamento inamovible, sino a las relaciones entre las experiencias. Relaciones que nunca han sido cortadas y se pierden en lo profundo donde se formaron el tiempo y nuestros ojos.

Una mirada no es lo que es, pero tampoco una brecha, un límite, un “no”. Es “advaita”, sin dualidad, como no hay un único Dios o siete mil millones de personas, siete mil millones de divinidades que miran. Nada separa lo abierto, la distancia no es una ilusión definitiva. Pero lo importante es un “sí” expansivo que no es contraparte del no, un reino y no las fronteras.

Hay una anécdota en la biografía de Ramakrishna que podría parecer muy inusual por sus características intramundanas, indistinguibles del tipo de fenómenos que son este mundo. Se trata de una visión carente de símbolos religiosos explícitos, inconfundibles, claros y distintos. El filósofo francés Michel Hulin publicó en 1993 un libro complejo y maravilloso: La mística salvaje, traducido al español por María Tabuyo y Agustín López para la editorial Siruela. La primera experiencia mística del bengalí, de encierro en Dios o en un misterio, habría sido un evento en la vida de un niño pobre de seis años definible como un raro exceso de “belleza” que nubló su vista, palideció su rostro y le provocó un desmayó:

Un niño parado sobre un lomo de tierra y llevándose arroz a la boca vio ante sí un cielo monzónico de una belleza azul. Se le puede definir así, como “belleza”, no por haber coincidido con un tipo de proporcionalidad, sino porque “lo que vio” ese niño lo asombró. En palabras de Ludwig Wittgenstein, “no asombra que el cielo sea azul o rojo, sino que el cielo sea”. Un cielo que soberanamente hace al presente no igual a sí mismo, ¿qué querría decir esto de todas formas?, sino lleno de distinciones imposibles de anticipar y que las palabras no pueden reducir a una conclusión. Aquel índigo demandante, eso que azuló a Ramakrishna, ¿un verbo, un adjetivo, un sujeto o un adverbio?, de entenderse como un tipo de añil identificado con variaciones del clima recibe en sánscrito el nombre “Niila”. Aquella pantalla de pronto se vio atravesada por una bandada de grullas blancas, y aquel niño cayó al suelo sin poder procesar una alegría sofocante. De acuerdo con Hulin, de un evento así es posible resaltar:

Lo súbito de la experiencia, una cierta desproporción entre su intensidad y la aparente banalidad de la señal que la desencadena, la misteriosa efusión de felicidad que la corona.

Pensando en las influencias cristianas de Ramakrishna, hay algo en esto que recuerda a Efrén el sirio, una de las figuras mayores de la patrística y de la himnología de Oriente. Hay un “arpa de la naturaleza”, una revelación previa a recibir visiones de los finales y los comienzos de este mundo, una seducción que ni se precipita ni mira hacia atrás, sino a lo ancho y hacia adentro, a las cosas en identidad con el placer, pero no con el juicio, algo que puede provocar terror, y precipitar o volver nostálgicos a los seducidos que no aprendan a distinguirse y a reidentificarse con placer. Como dijo este santo, si las certezas de esta arpa:

…tuvieran un solo significado, el primer intérprete lo encontraría, y todos los demás oyentes no tendrían ni el trabajo de buscar ni el placer de encontrarlo.

Pensando en las influencias hindúes de Ramakrishna, ¿en qué sentido fue real aquella visión? ¿Se trata de un evento que pasó en el mundo o en ese niño? ¿Tiene más que ver con una interpretación intransferible, una receptividad explicable por su vidas pasadas o una descripción absolutamente objetiva? ¿Fue develada por Dios para ser hallada por cualquiera o solo por Ramakrishna? ¿Fue gracia o accidente? Estas preguntas refuerzan una dicotomía entre vivirse a uno mismo y vivir una experiencia. También añaden un aura injustificada a lo religioso. El asombro no se opone a la voluntad, sino que es previo a la conversión de esta en lógica. Una descripción no se opone a un evento, sino que es previa a su propia conversión en exactitud. Y pensando en las influencias islámicas del místico bengalí, el derviche, el sufí es hijo del momento, “as-sufi ibn al-waqt”. Ver ahora es ya coronarse con lo inaudito.


Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.


Canal de YouTube del autor: Asociación de Estudios Revolución y Serenidad


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