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¿Cuál fue la organización política de los mayas durante su expansión espacial e histórica? ¿Cómo justificaron el ejercicio del poder sus reinas y reyes? ¿Cuál fue la relación maya entre política, religión e iconografía?

El libro Crónica de los reyes y reinas mayas contiene algunas de las más importantes contribuciones de los epigrafistas Simon Martin y Nikolai Grube. Se trata de un compendio analítico en un solo volumen sobre las mayores dinastías de esta civilización mesoamericana. Estos investigadores socios facilitan al nuevo lector una aproximación a los jeroglíficos mayas y a un recuento de información precisa que hasta hace no mucho se encontraba perdida o resultaba indescifrable, gracias a un libro muy valioso y rico.

El periodo Preclásico o formativo de Mesoamérica fue determinado por el apogeo de la civilización olmeca o la renombrada “cultura madre”, un esplendor en la anchura de los estuarios de la costa del Golfo de México. Sus conceptos filosóficos y gustos estéticos hicieron eco más allá de sus fronteras, convirtiéndose en una influencia decisiva para las sociedades mayas emergentes que, en el cenit de la experiencia prehispánica, se convirtieron en un paisaje de intensos colores políticos de sus muy numerosos señoríos. Martin y Grube sintetizan este hecho histórico, antes desconocido, insistiendo a sus lectores:

Los mayas nunca estuvieron unificados políticamente y durante el periodo Clásico se dividieron en más de sesenta reinos. Cada uno de ellos, gobernado por un Señor divino, estuvo envuelto en luchas constantes para preservar su autonomía o alcanzar el dominio sobre sus vecinos.

Esto está muy lejos de la imagen que tenían los primeros mayistas sobre estos grupos humanos, idealizados como atlantes o mujeres y hombres pacifistas que miraban las copas infinitas de los astros. Si bien habría que reconocer que se desconoce más allá de toda duda la cantidad exacta de estos pequeños centralismos, el progreso de las investigaciones evidencia a estas entidades como extensiones bien delimitadas en torno a un foco urbano y a una sede de autoridad de su región circundante. La autocefalía de cada Estado recaía sobre el “k’uhul ajaw”, un título empleado desde finales del siglo IV. “Ajaw” puede traducirse como “el de la voz de mando”, aglutinadores de autoridad también denominados “Kaan ajawo'ob”.

Inmensos despliegues arquitectónicos como los principales compendios mayas, por ejemplo, Tikal, Calakmul, Palenque, Yaxchilán y Copán, son una muestra de la autoridad de los ajawo’ob y de la nobleza que tenía a su servicio manos para el trabajo y listas para la guerra, el cobro de tributos y el intercambio de mercancías. Las reinas y reyes lograron capitalizar tal poder por la suma de población en sus Estados, esto a pesar de un precario aparato gubernamental, la ausencia de un ejército profesional o entramados institucionales burocrático-administrativos. Sin embargo, estos pequeños centralismos lograron pasar pruebas de estabilidad, sobre todo durante el periodo Clásico. La curiosa legitimidad de los reyes divinos, dueños de poder duro dentro de sus estados no formalizados, exige explicaciones muy diversas.

Pocas zonas mesoamericanas, incluso es posible que ninguna, fueron indiferentes a la inspiración intercultural, política y económica de los mayas, sus reinas y reyes. Sus momentos históricos de mayor esplendor mostraron un refinado estilo artístico y arquitectónico claro y distinto, identificable en todos sus dominios señoriales y a lo ancho de su influencia transterritorial, con contactos especialmente fuertes durante el siglo IV. Los ajawo’ob ligaron su autoridad política directa al estatus particular que suponía su supuesto orden en la genealogía del cosmos. Se presentaron como sujetos mediados por la sagrado y, por tanto, mediadores indispensables entre lo humano y los paralelos de su inmediatez. Un cargo así se transmitía usualmente por derecho patrilineal. A semejanza de otros pueblos de la antigüedad, el origen de esta herencia se justificaba, a veces empleando también la coacción, gracias a enseñanzas mitológicas o a hipérboles sobre el desempeño militar de estos soberanos. Dicho esto, para Martin y Grube no debe pasarse por alto que los ajawo’ob fueron parte de:

…una cultura compleja y altamente refinada, que se reflejó en todas las expresiones de arte, arquitectura y escritura. Los gobernantes combinaban una autoridad política suprema con un estatus semi divino… desde los tiempos antiguos se identificaron con el joven Dios del Maíz, cuya generosidad apuntaló todas las civilizaciones de Mesoamérica. Cada etapa de la vida -desde el nacimiento hasta la muerte y resurrección- encontró su paralelo en el ciclo de la planta de maíz y el mito que sirvió como su metáfora. En este sentido, los intereses del agricultor humilde y del rey se entrelazaban y el sustento básico se asentó en el corazón de la religión maya.

La jerarquía del clero maya se comportó como agente de una religión performativa, es decir, del ritual de la expresión verbal y la manipulación de las ideas transmitidas oralmente. En tanto entidad religiosa lo fue también eminentemente política, resumible como codificación de relaciones sociales estratificadas. Su sentido de orden se extendía al valor de su práctica animista, ya que el culto a los soberanos pasados y progenitores tuvo alta relevancia. Su contenido intelectual fue ante todo “expresión”, y la iconografía de los mayas una suerte de “iconosofia”. El verdadero libro vivo, “la literatura” de esta cultura, no es otro que sus “ciudades iconolátricas” de sugestivo colorido en sus edificios, esculturas y paneles, defendidas por los grandes señores que, por ello, eran legitimados también por la autoridad ritual.

El linaje fue la clave o, mejor, el reposo de la organización socio-política maya. Es así que las inscripciones iconográficas sirvieron a la propaganda de las dinastías, una heredad enraizada, según se reconocía, tan adentro del universo como para remontarse a los dioses detrás de todas las cosas o “cosmo-morfo-gónicos”. Para Martin y Grube:

El desciframiento de los códigos mayas, aunque todavía incompleto, ha ofrecido una preconcepción única al interior de su pensamiento y su sociedad, que abarca desde una amplia visión del cosmos hasta una pragmática estructura de gobierno.

Sin excesos conceptuales, podría concluirse que la articulación de los principios religiosos de los mayas se dio a partir de la representación, por lo que su espacio genealógico fue, tanto sensible y precomprensivo, es decir, somático, como artístico, muy elaborado y razonado societal o “tecnoexperiencialmente”. Los mayas actuaban sobre, dentro y como su cultura metafísica y religiosa instituida, “reinstituyéndola” a partir de un código visual, cúltico y político. Un permanente reencantamiento con el aparecer del mundo y con un pasado, tanto inmanente, reexistencia de lo creado, como cíclico, heredable desde la estabilidad de una tradición que incluía a las reinas y a los reyes mayas. Se comprende que la distinción entre “interior” y “exterior”, intencionalidad y propósito en la iconografía de los mayas, no podría reducirse ni por síntesis ni por negación, sino recategorizarse en términos de coimplicancia, incluido el interés propio de la razón de Estado. El Posclásico tardío vio el fin de estos Estados regios, finalizados del todo debido a la conquista española, valientemente combatida hasta 1697, y al declive de la alguna vez poderosa Chichén Itzá. Uno de sus imitadores menores, Mayapán, resistió hasta su abandono en 1441. Todavía durante el periodo Clásico en desaparición, ya el fin de todo se avecinaba debido a movimientos poblacionales y migraciones súbitas que también crearon algunas de las últimas pequeñas ciudades.