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De acuerdo con la mecánica cuántica, ¿cuál podría ser el vínculo entre la presencia de una observación y el comportamiento de las partículas del universo? Una pregunta de la física teórica y experimental, pero también filosófica.

El filósofo anglo-irlandés George Berkeley propuso en el siglo XVIII una llamativa paradoja que recuerda mucho a los “Kōan” de los maestros del Chan o Zen:

Cuando cae un árbol al bosque y no hay nadie alrededor, ¿hace ruido?

¿Pero qué pasaría si permanecieras para siempre observando atentamente ese árbol? Puede que los dos estén bien plantados, ¿pero lo que ves sería igual independientemente de dónde y cuándo tú y el árbol están juntos? ¿El árbol seguiría siendo el mismo si hubiera sido plantado en otro lugar o en otro tiempo? De haber sido todo distinto, no podrías saber si los árboles de uno u otro escenario son el mismo árbol. No tiene sentido mirar dentro de ti y asegurar que sabes a qué debe parecerse. No hay certeza si no hay duda, y no puedes poner en duda escenarios que no sabes si solo has imaginado o si no has podido ver sin imaginar. Dicho esto, ¿dónde ocurre y a quién afecta una observación? Si no puedes distinguir esto de todo lo que pasa, tampoco tiene sentido decir que comprendes el poder que ¿tienes? al observar.

¿Cómo podríamos estar seguros si el momento y la forma en que miramos no afectan la apariencia de las cosas? Esto es filosófico, pero también se relaciona con problemas de determinación desde las leyes de la mecánica cuántica, un campo de estudio basado en el comportamiento de las partículas con premisas extrañas, entre estas, revalorar los efectos de la observación en esas escalas micro y más íntimas del universo.

La mecánica cuántica parte de tres conclusiones: primero, propiedades como la velocidad y el color de una partícula son inconstantes y determinados por períodos de tiempo e instancias dadas, algo completamente distinto de las premisas de la mecánica clásica. Estas “partículas cuantizadas” no son un espectro constante, tan es así que la segunda conclusión da cuenta de la naturaleza compleja de la luz, la cual antes se pensaba era solo la de una onda, pero también puede ser la de una partícula. Se trata de energía que se propaga como una radiación electromagnética, pero aunque su masa es nula, su comportamiento puede ser dual según ciertas condiciones. Al interactuar con las partículas, la luz actúa como onda, pero a veces también de la manera en que lo hace la materia. Lo más insólito es que esta última puede comportarse de manera ondulatoria, precisamente como la energía. La tercera conclusión implica que por eso mismo las partículas pueden estudiarse desde las magnitudes de su posición o su velocidad, siendo compleja la complementariedad de estas propiedades.

El Principio de Incertidumbre del físico alemán Werner Heisenberg ha resultado ser clave para entender el límite hasta el cual las propiedades de partículas como los electrones pueden medirse de modo simultáneo y con cierto grado de precisión. El comportamiento de las partículas como ondas ocurre a nivel “submicrónico”, es decir, propio de distancias que miden menos de un “micrón” o una milésima de milímetro. Pero lo verdaderamente interesante puede ser una paradoja: este fenómeno “aparentemente” tiene lugar solo si nadie lo observa. De otro modo, los electrones “parecen” obligados a comportarse como partículas y no como ondas. ¿A qué debería parecerse el fenómeno de estar limitado o no a una observación? De nuevo una pregunta filosófica que Ludwig Wittgenstein ya planteo desde su inconfundible estilo:

¿Por qué le parece más natural a la gente creer que el Sol da vueltas a la Tierra que lo contrario? Quizá porque eso es lo que parece. Pero ¿qué parecería si la Tierra girara alrededor del Sol?

Esto tiene que ver sobre lo que entendemos al referirnos a la “certeza”. ¿Por qué una conclusión sobre lo que le hace sentido a nuestra mirada descriptiva es una manera de hablar? Para la física teórica, la dificultad de por medio en este tipo de problemas necesita de evidencias experimentales, de modo que podamos precisar un planteamiento. Eso buscó el Instituto Weizmann al construir un dispositivo de menos de una micra de tamaño y con una barrera de dos aberturas, a la que enviaron una corriente de electrones. Para medir los efectos de una observación, sería imposible recurrir a la mirada de un humano, por lo que se utilizó un pequeño detector de electrones habilitado para seguir su paso por la barrera. Un tipo de “observador cuántico” que funciona cambiando su conductividad eléctrica o la intensidad de la corriente. Si bien el detector no tuvo ningún efecto sobre esta, los científicos del experimento descubrieron que la sola presencia de este observador cerca de una de las aberturas de la barrera provocó cambios en el patrón de comportamiento de las ondas de electrones. Es más, este efecto se mostró dependiente de la observación en niveles cuantitativos, porque al aumentarse las capacidades del detector, los electrones se comportaron más como partículas, y al disminuirse, más como ondas. Modulando este observador cuántico, los científicos controlaron el alcance de su influencia en el comportamiento de los “observados”.

Se debe reconocer que la mecánica cuántica se acerca a un planteamiento más fino sobre la complejidad de lo real. Dicho esto, quizá nadie nunca podrá decirnos a qué se parece “ver” y, por tanto, “cómo” se ven sus efectos. Las preguntas de la filosofía son todavía mejores no para cuestionar el sentido común, sino para despertarnos de un mundo cerrado a nuestras propias creencias y que hemos dado por hecho.