Estaba ahí, en la penumbra, en la parada del camión, bajo la caseta de plástico, semioscura, no me permitía ver con nitidez su rostro, sólo su figura, su cuerpo cubierto con abrigo de material sintético, tipo esquimal, con capucha para el frío.
¿Era él?
A pesar de estar parado ahí, esperando el camión al Desierto de los Leones, estoy seguro de que me estaba viendo, en la oscuridad de la noche, me veía fijamente, ¿era él? En un impulso inesperado, abrí la portezuela del coche, del lado del copiloto, y lo llamé… ¡Ven, súbete! Casi le ordené.
En el parabús (oh, yeah), cuatro cuerpos sentados en una banca de aluminio, voltearon a verme al mismo tiempo. Yo mantenía la vista puesta en ese hombre. Me seguía viendo, pero no se movió. Arrimé el coche a la banqueta del parabús. El hombre dio unos pasos, ascendió y se sentó, subió las piernas al espacio reservado al copiloto, tomó el descansabrazos de la puerta y la cerró suavemente.
Estaba prendido el radio, música pop de los 80, basura musical. Apagué la radio, el hombre dentro del coche era una sombra en la oquedad. No pronunció palabra, su respiración apagada. Di la vuelta en la primera bocacalle que encontré, una calle empedrada, luminarias apagadas, casas en sombras, coches estacionados inmóviles, la calle totalmente desolada. Bajé la velocidad, pero no me detuve. Sin voltearlo a ver pregunté: ¿eres Pablo, verdad? No contestó, no dijo nada, cubierto con la capucha.
¿Eres mi hermano Pablo, verdad? Sin mover la cabeza, contestó: No soy Pablo, soy Fernando. Soy Fernando tu hermano.
¡No, no, imposible! Fernandito se murió a los 3 años de edad! Afirmé.
Soy Fernando, tengo 72 años, soy tu hermano, repitió el hombre.
No quise detener el auto, me asaltó el miedo, el hombre ensimismado, inmóvil, dijo: Fernando no murió, yo soy Fernando.
¡Fernando murió de poliomelitis, tú eres Pablo!, insistí. Guardó silencio, unos 40 segundos: yo no he muerto, permanezco en casa de mis abuelos, vivimos en la calle de Hamburgo.
Sí, sí, ahí vivieron mis abuelos, acepté. Con una mirada lateral intenté escudriñar su rostro. Los latidos de mi corazón se apresuraron. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estaba haciendo? Debí detener el coche, confrontarlo. Pero era imposible en esa oscuridad. No veía el final de la calle, tenía que continuar. Mi cerebro litigaba en una lucha feroz entre el terror y lo desconocido, lo ignoto y la curiosidad fatal. ¡Fernandito está muerto, repetí!
Tú eres Pablo, mi hermano Pablo, falleciste por un crimen atroz.
¡No, Pablo no murió! Dijo el hombre sentado a mi lado.
Murió brutalmente asesinado… ¿Quiénes lo mataron? Pregunté, cagándome de miedo.
No, Pablo no murió, dijo el hombre sentado a mi lado.
¡ Murió brutalmente asesinado!
No murió, no lo mataron, dijo. ¿Pablo? Esa sombra a mi lado.
Murió, precisamente, el día siguiente del temblor. Yo lo aseguro, yo vi su cadáver en el SEMEFO.
Eso crees, pero tú no viste un cadáver, yo estoy junto a ti.
Fue horrible su muerte, dije.
Pablo no murió, estoy a tu lado.
Pensé en detenerme y suplicarle que se bajara del coche. Las ramas de los árboles impedían el paso de la luz de la luna, ¿había luna?
No te detengas, dijo el hombre, soy tu hermano Francis.
¡No, no, no! ¡Tú no eres Francis, Francis murió el año pasado!
¿Estás seguro? ¿Tú lo viste?
No, bueno, no lo vi, pero fui a su velorio.
Tú no lo viste, tú me estás viendo.
El doctor murió de un infarto masivo, le dije, verdaderamente asustado, angustiado.
Yo soy Francis y estoy junto a ti. Yo soy Francis y estoy junto a ti.
En ese momento su presencia era inmanente. El miedo me tenía paralizado, sudando frío. El hombre permanecía a mi lado, en silencio, fantasmagórico.
Yo soy Finandus, tu padre, estoy contigo.
La sombra abarcaba todo, estaba a punto de tragarme.
Mi padre murió a los 75 años y estuve en su entierro.
Yo soy tu padre, no he muerto y estoy contigo.
Esto no podía continuar. Sólo veía mis ojos reflejados en el espejo retrovisor, mis pupilas negras. Aceleré el auto, deseando, anhelando llegar al final de la calle y salir a una avenida iluminada, para exigirle, para rogarle que se bajara para siempre del coche.
Por fin llegué al final de la calle, di el enfrenón. Me abalancé sobre la puerta del copiloto, le ordené: ¡Bájese! Grité histéricamente. ¡Bájese inmediatamente! Grité otra vez.
No había nadie sentado a mi lado. Yo era el único ser humano dentro de ese coche. Cuando llegué a la avenida iluminada, los coches pasaban rápido. A una velocidad endemoniada, endemoniada.
Yo estaba solo, temblando de miedo. No había nadie en el coche, absolutamente nadie.