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Oatman regresó a la sociedad occidental, con la marca de haber vivido en una ambivalencia entre dos culturas casi enemigas

A mediados del siglo XIX, en la frontera entre EEUU y México, principalmente el desierto de Sonora, las tribus indígenas luchaban defendiendo sus tierras ante la invasión de los anglosajones y criollos. Con triunfos y tragedias lograron proteger tanto su cultura como sus hogares, aunque en algunas ocasiones, muy contadas, llegó a suceder que alguna de los dos grupos adoptó como propio al otro. Entre estas historias está el curioso caso de la única mujer blanca que aprendió de ambas culturas: Olive Oatman.

Se dice que, en 1850, la familia Oatman decidió mudarse de la iglesia mormona de Jesus Christ of Latter-day Saints –LDS Church– en Salt Lake City, Utah –en ese momento, México–, hacia el sudoeste de California y el oeste de Arizona. En su camino encontraron un grupo de 90 brewsteritas –seguidores del mormón rebelde James C. Brewster–, quienes les aconsejaron seguir el camino hasta California, que era el “punto de encuentro” de los mormones. La familia de ocho integrantes decidió unirse al grupo y viajar a lo largo de Nuevo México, en donde se dividieron en dirección de Socorro, vía Santa Fe.

Fue así que los Oatman lideraron al grupo hasta Socorro, y de ahí a Tucson. Sin embargo, llegando a Maricopa Wells –actual Maricopa County, en Arizona– fueron advertidos de que el camino no sólo era árido y peligroso, sino que las tribus nativas de la región eran “popularmente conocidas por ser violentas con los blancos” y, en caso de continuar, era seguro que pondrían en riesgo su vida. Si bien las otras familias prefirieron quedarse en Maricopa Wells hasta recuperarse lo suficiente para continuar el viaje, el líder de los Oatman, Royce, presionó a su esposa, Mary, y a sus siete hijos –de entre 1 y 17 años de edad– a continuar y adentrarse en el desierto sonorense por su cuenta.

Aproximadamente a 150km de Yuma, en las orillas del río Gila, fueron acechados por un grupo de nativos americanos, los yavapai. Aunque se desconocen los detalles, algunos dicen que los indígenas pidieron comida y tabaco, otros que “sin deberla ni temerla” se trató de un ataque. El resultado fue trágico: todos los Oatman murieron, salvo tres de ellos: Lorenzo, de 15 años, Olive, de 14, y Mary Ann, de 7. Al primero, después de haber sido golpeado al borde de la muerte, lo abandonaron a su suerte en el desierto; a las hermanas las llevaron a su villa a unos 96km de distancia, y así, amarradas con cuerdas, las niñas tuvieron que caminar durante varios días por el desierto y sobrevivir a la deshidratación y el agotamiento. Incluso se dice que, cuando pedían agua o descanso, las picaban con lanzas, forzándolas a seguir caminando. Durante 1 año vivieron en calidad de esclavas, buscando cobijo y migajas de comida, hasta que algunos miembros de la tribu mojave, con quienes los yavapai comerciaban, mostraron interés por las Oatman: el intercambio fue de algunos caballos, mantas, vegetales y otras pequeñas cosas a cambio de ellas.

Después de caminar durante días desde ahí hasta el pueblo de los mojave, cerca de la en ese entonces no fundada ciudad de Needles, California, las cosas mejoraron significativamente para las hermanas. El líder de la tribu, Espanesay, las adoptó como miembros de la comunidad, por lo que las tatuaron, como a todos los miembros de la tribu, espinas de cactus con líneas muy delgadas, tanto en la barbilla como en los brazos. De esta manera, no sólo se les reconocería como parte de la tribu sino que, de acuerdo con la cosmogonía de los mojave, también podrían reunirse con sus ancestros. Así, en el pueblo de los mojave, que se encontraba en un valle lleno de sauces y algodón cerca del río Colorado, las hermanas Oatman dejaron de ser esclavas, recibieron un nombre nativo, Oach, y comenzaron a formar vínculos muy cercanos con su familia adoptiva –en especial con la madre y la hija, Aespaneo y Topeka, respectivamente–. Inclusive, durante el resto de su vida, Olive hizo siempre énfasis en el afecto que sus padres adoptivos les procuraron.

Desgraciadamente, unos años después de su inicial captura, una sequía produjo una crisis de hambruna en el pueblo de los mojave. Mary Ann murió con tan sólo 10 años; sin embargo, Olive sobrevivió –inicialmente porque su madre adoptiva, Aespaneo, la alimentaba en secreto mientras el resto de los miembros moría de hambre–. Y en 1855, 2 años después de la venta del terreno mexicano al gobierno estadounidense, un miembro de la tribu quechan, llamado Francisco, apareció con los mojave con un mensaje del gobierno federal de los EEUU: las autoridades de Fort Yuma habían recibido rumores de que una joven mujer blanca vivía con los mojave y exigían su retorno, o al menos, que explicara por qué no había elegido regresar con los suyos. Al principio los mojave decidieron ignorar la solicitud, con el fin de salvaguardar a Olive; después negaron que fuera blanca, y finalmente aceptaron aquella demanda, por miedo a recibir una represalia contra toda la tribu. En todo este lapso, Olive también formó parte de la negociación. Incluso, años después, declaró:

Descubrí que le dijeron a Francisco que yo no era estadounidense, que era de una raza de personas como los indígenas, viviendo lejos de la puesta del Sol. Pintaron mi cara y pies y manos con un color sucio y pardo, a diferencia de otras razas que había visto. Esto, me dijeron, había decepcionado a Francisco; y por lo tanto, no tenía que hablar como una norteamericana [sic]. Me dijeron que tenía que hablar con él en otra lengua, y decirle que no era estadounidense. Entonces esperaron a escuchar el resultado, esperando oír mi algarabía sin sentido, ser testigos del efecto convincente sobre Francisco. Pero hablé con él con mi inglés roto, y le dije la verdad, y lo que ellos me habían ordenado hacer. Él empezó desde su silla en una rabia perfecta, jurando que no se le impondría más.

Aunque al principio los mojave estuvieron iracundos con Olive por desobedecer sus órdenes –tanto, que sugirieron que debería ser asesinada como castigo–, su familia adoptiva y Francisco decidieron una solución: Olive tendría que rendirse ante el gobierno de EEUU a cambio de un caballo, unas mantas y unos rosarios.

Olive regresó a la sociedad occidental, con la marca de haber vivido en una ambivalencia entre dos culturas casi enemigas. Con el tatuaje en su cara y los recuerdos de su pasado, intentó retomar una vida en el EEUU de la época: promovió su historia con libros como Life Among the Indians –después con el título de Captivity of the Oatman Girls– de Royal Stratton, y se casó con un granjero (después convertido en un rico banquero) llamado John B. Fairchild en Nueva York. Con el paso del tiempo se mudaron a Sherman, Texas, y adoptaron a una bebé llamada Mamie. Y si bien Olive nunca volvió a encontrar la felicidad, debido a un diagnóstico de depresión grave y dolores de cabeza crónicos que le duraron décadas, afirmaba encontrarse en la mejor situación; ¿cómo podía aceptar, en una sociedad en contra de los indígenas, que fue más feliz con ellos que en la cultura de lo correcto? Después de todo, Olive murió de un ataque al corazón en 1903, cuando tenía 65 años, con síntomas evidentes tristeza profunda…