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Esencialmente narrativo, irónico e intrigante, el segundo álbum de Lynch es un buen estímulo psicosonoro

Hace un par de años David Lynch lanzó por segunda ocasión un LP musical, The Big Dream (2013). Por momentos ácido y visceral, este álbum se desliza, a lo largo de 12 tracks, sobre una especie de oscuro blues y rock de época. Seducción, fatalidad, melancolía y metafísica, se funden en una narrativa lúdica –con súbito aroma a un rodeo eléctrico, a una pesadilla vintage o a una noche de graduación transtemporal. 

Lo que seguramente fueron, en un principio, disfrutables y espontáneos jams, terminan siendo sofisticadas atmósferas –gracias a la intervención de su colaborador ‘Big Dean Hurley’, repletas de loops, guitarras, samplings, y teclados, que acompañan los terapéuticos monólogos de Lynch, encargado de las vocales. La combinación de todo lo anterior cataliza el ‘sonido sucio’, tipo garage, que caracteriza al disco, en un desfile de lúcida ironía.

Fiel a su estilo cinematográfico, el también artista plástico y efusivo promotor de la meditación trascendental nos ofrece con este álbum elegantes herramientas para distorsionar aquello que calificamos como ‘la realidad’ –invita, sin pudor, a sumergirte en una aventura onírica.

Si bien no estamos ante un disco que pasará a la historia por su calidad musical, lo cierto es que su propuesta es destacable –más allá de que difícilmente se puede separar la admiración que sentimos por el trabajo cinematográfico de su autor. En pocas palabras, lo más recomendable sería disfrutar de este álbum, como si se tratase de una sesión de psicoanálisis, recostado sobre un diván de terciopelo azul.

 

Twitter del autor: @ParadoxeParadis