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Recolectaron más de un centenar de barcazas y botes de pescadores, pagando por ellos o tomándolos como tributo forzoso a la gente humilde del Norte de África. Sobre aquellas naves se colocó a ochocientos hombres, caballos, pertrechos e incontable armamento. A los elefantes se les hizo cruzar a flote, muy cerca de los botes, en compañía de sus cuidadores. Bomílcar, el experto entrenador de las bestias, juró al general que aquellos animales eran capaces de nadar aquello y mucho más, pese a sus aparatosas dimensiones, y así hicieron: sorteando las olas a través de las Columnas de Hércules, abandonando las costas cartaginenses y dirigiéndose hacia un nuevo continente por conquistar.
El comandante elevó su puño frente a su gente en señal de triunfo: todo su ejército, incluyendo animales y equipo habían cruzado intactos el Mediterráneo desde África, pese a no contar con una flota. Durante su anterior guerra contra Roma perdieron todos sus navíos, así como varias islas en la frontera con Italia y Grecia, incluida Sicilia. Su patria, otrora la más importante potencia marítima, heredera del imperio fenicio, de su cultura y sabiduría, fue humillada al final de la Primera Guerra Púnica, librada contra los italianos. Empero, nuevos tiempos de brillo vendrían para los africanos, esta incursión constituía el primer paso decisivo de un nuevo renacimiento. Roma se encontraba entre sus objetivos militares a largo plazo.
Amílcar dejó a sus hijos en África, pese a que su primogénito de 12 años, Aníbal, cuyo nombre quería decir "el predilecto de Baal", se aferró a su tobillo, llorando e implorando que lo llevase con él. Más tarde tendría tiempo de mandarlos llamar: cuando tuviesen edad para acompañarle en las incursiones, mientras tanto los dejaría a cargo de su madre y de expertos profesores helénicos, quienes los formarían en la lengua y cultura griegas y en estrategias bélicas espartanas. Se reuniría con ellos cuando reconquistara nuevos territorios y consiguiese fundar una nueva capital en el territorio ganado.
Rápidamente ocultaron aquellos botes y se adentraron en la espesura del bosque que bordeaba la costa del continente europeo, en aquella época, a esa tierra riquísima en recursos forestales, agrícolas y minerales se la nombraba Iberia. Un barco de guerra romano de trescientos remos (un trirreme) no tardó en acercarse a la zona, patrullándola, temeroso ante los rumores de que Amílcar Barca, padre de todos los bárcidas, hubiese abandonado su palacio en Cartago con intenciones expansionistas y cruzara recién el Mediterráneo. No encontraron ni rastro de los púnicos.
Amílcar había encabezado la última guerra contra Roma, en la que por poco los vence. Su más reciente triunfo consistió en sofocar una rebelión de mercenarios griegos y africanos que estuvo muy cerca de apoderarse de la capital de Cartago y pasar por el filo de la espada a todos sus hombres, esclavizar a sus mujeres y niños. Aquellos parias fueron contratados originalmente para que lucharan a favor de los cartaginenses, volviéndose en su contra cuando vieron la oportunidad. Finalizaron como una alfombra interminable de cadáveres de más de dos kilómetros cuando Amílcar los rodeó y masacró. Desde entonces era considerado un héroe: el hombre más poderoso y temido de África.
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En muy breve tiempo los púnicos se extendieron más allá de lo soñado, apoderándose de aldeas, ciudades y pueblos ibéricos, sometiendo, venciendo y esclavizando a su antojo. No faltaba demasiado para que se hicieran con la totalidad de la península.
Fue durante una emboscada, mientras lo acompañaban sus dos hijos adolescentes en una incursión para someter a ciertas tribus sublevadas, que Amílcar Barca resultó emboscado por el ejército de galos más grande que nunca antes se reunió para expulsar a los africanos de Europa.
Aníbal y su hermano Asdrúbal se escabulleron, custodiados por Monómaco, un libio jefe de la infantería de élite púnica, escoltándolos a todo galope hasta encontrarse a salvo y guarecidos en Cartago Nova, la ciudad capital de los africanos en Europa. Pero Amílcar terminaría acuchillado a manos de los iberos. Algunos de sus biógrafos griegos y romanos afirmarían más tarde que en realidad falleció ahogado mientras trataba de obligar a sus enemigos a perseguirlo en la dirección opuesta hacia donde huían sus hijos, precipitándose con su guardia personal, el Batallón Sagrado, al interior de las aguas de un río, intentando confundir a sus oponentes.
Cuando cumplió 23 años, Aníbal sería elegido como líder absoluto de los ejércitos que patrullaban Iberia, y sucedería a su padre y a su cuñado, Asdrúbal el Bello, quien también murió degollado a manos de los indómitos iberos. Era bastante joven para convertirse en general, pero ya contaba con la confianza de todos sus hombres y la decisión unánime de colocarlo al frente de las tropas.
Pronto estableció control del sur de Iberia, vengando la muerte de su padre, rodeó con sus tropas al mismo inmenso ejército que se había congregado para emboscar al viejo Amílcar, efectuando una masacre con mucho menos tropas que sus opositores. De inmediato se convirtió en amo y señor de aquellas tierras.
A continuación dirigió su atención en Sagunto, una ciudad aliada del imperio romano. La decisión de sitiarla y apoderársela iniciaría una de las guerras más grandes del mundo antiguo. Se suponía que desde la anterior guerra púnica entre Cartago y Roma se habría firmado un tratado que dividía la península Ibérica en dos partes. Una para los italianos y otra para los africanos. Sagunto correspondía a los cartaginenses, empero, los saguntinos en su odio y rechazo a los africanos recurrieron a Roma para solicitar su auxilio. Lo cual colocaba a ambas potencias del Mediterráneo en una situación bastante conflictiva. Algunos senadores romanos como Fabio y sus seguidores ansiaban iniciar la guerra con Cartago y detener su avance; Aníbal, desde su trinchera, se sentía destinado a destruir al imperio romano. Sagunto no era más que la pantalla de un problema mucho más antiguo que no tardaría en desencadenar una guerra de impensables proporciones.
Roma en aquellos momentos se encontraba tratando de imponer orden y acrecentar sus fronteras con Grecia, nadie creía que Aníbal sería capaz de desafiar a los romanos. Los italianos aún no temían ni imaginaban el peligro que representarían los africanos para sus colonias y la misma capital romana.
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Con ayuda de sus hermanos: Asdrúbal, Hanón y Magón, Aníbal Barca sitió Sagunto, colocando catapultas, fosas y máquinas de asedio. Era consciente de que asaltando aquella ciudad iniciaría una de las guerras más grandes del mundo antiguo. La urbe no cedió con facilidad, sus nobles se sentían bastante seguros con el apoyo romano y sobre todo con la formidable muralla a la cual ningún otro ejército consiguió asaltar en el pasado. Los ladrillos de sus muros, fabricados de manera misteriosa, casi mágica, eran capaces de reacomodarse por sí solos cada que los africanos retiraban uno de ellos. Parecía que Sagunto jamás sería conquistada.
Una nueva rebelión de iberfvgos, esta vez los carpetanos, quienes se negaban a mantenerse bajo el yugo de los cartaginenses, estalló. Aníbal debió marchar con parte de sus tropas hacia ellos para someterlos, dejando a su hermano Hanón al frente del sitio de Sagunto, encargado de tomarla cuanto antes. El general debía enfrentarse con una liga que congregaba a más de cuatro tribus peninsulares que se aliaron, aprovechando la resistencia ofrecida por los saguntinos, creyendo que aquel retraso representaba la posibilidad de expulsar a los cartaginenses de Iberia de una vez por todas. Sin embargo, Aníbal los arrasaría con sus elefantes y sus tropas de élite, las cuales eran cada día más experimentadas y diestras en la guerra, conformadas por libios, etíopes, númidas y engrosadas sus filas cada día con nuevos contingentes de iberos.
Se encontraron con los rebeldes en un río, cada uno de los respectivos ejércitos ubicados de un lado y otro del mismo. Los ibéricos pensaban que superarían numéricamente a los hombres de Aníbal, pero ignoraban que éste había mandado la noche anterior a su caballería númida y a su contingente de elefantes rodearlos por la retaguardia, cruzando el caudal por un paso poco profundo sin ser detectados. Cuando los galos pretendieron avanzar atravesando la marea, la caballería africana, liderada por uno de los hombres de mayor confianza de Aníbal, el legendario Maharbal, cayó a sus espaldas, precedidos por los elefantes de guerra, quienes se abrieron paso aplastando hombres y ensartándolos con sus colmillos. Entonces Monómaco, al frente de los libios, los etíopes, los púnicos y el resto de la infantería pesada cartaginense, avanzó hacia ellos, cruzando el río sin ningún problema y embistiéndolos a placer con sus poderosas lanzas. Para entonces los iberos habían perdido su formación, embestidos por caballos y paquidermos, presas del pánico total.
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Hanón fracasó repetidas veces en su intento de asaltar la ciudad. Retrasando el avance de los africanos, dando muestras anticipadas de su falta de decisión y escasas capacidades para comandar tropas. Sería hasta el regreso de Aníbal junto con sus otros hermanos, Asdrúbal y Magón, tras haber vencido y exterminado a los carpetanos, que Sagunto caería. Siendo reducida a ruinas, sus hombres pasados por las armas, sus familias tomadas prisioneras y los sobrevivientes dispersados alrededor de sus bosques.
Cada uno de aquellos movimientos, muy bien calculados por Aníbal, preparaba el escenario para un golpe mucho más grande y a mediano plazo: la invasión a Italia. Todas esas pequeñas conquistas le permitieron poco a poco hacerse de armas, víveres, animales, oro, reclutar tropas entre las tribus sometidas. No tardaron en llegar nuevos elefantes desde Cartago, junto a innumerables contingentes de mercenarios: libios, númidas, etíopes, griegos y púnicos.
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Los cartaginenses tenían la antigua costumbre, heredada de los fenicios, de contratar mercenarios de diversas naciones como ejércitos a sueldo: los libios, arrendados por su ambicioso rey Sífax, quien se enriquecía a costa suya, formaban parte junto con los guerreros púnicos de la infantería de élite cartaginense, muy temida por sus enemigos. Comandada por Monómaco, un libio de nariz ganchuda, sumamente feroz e implacable, de quien se decía que aún practicaba siniestros rituales caníbales y sacrificio de niños, ofrecidos a su oscura deidad fenicia, Moloc. Estaban también los númidas, cuyo amado rey Gea, era un antiguo aliado de los Barca. Sus guerreros eran los mejores jinetes del mundo antiguo, quienes también jugarían un papel protagónico en el ejército africano. Aquellos hombres cabalgaban semidesnudos, apenas protegidos con escudos de cuero, con sus melenas ensortijadas al aire, montaban a pelo y utilizaban movimientos por completo inesperados con los cuales sorprendían a sus enemigos.
Además iba la infantería pesada cartaginense, conocida como el Batallón Sagrado, sumamente experimentada. Muchos de sus miembros habían acompañado a Amílcar Barca y a Monómaco desde la Primera Guerra Púnica y eran veteranos sumamente difíciles de superar en combate. Luchaban con una espada cúrvea y otra más pequeña o una daga. Pocos utilizaban escudo y se bastaban con su habilidad con la espada para presentar batalla. Todos ellos se preparaban a seguir a Aníbal en su cometido, convencidos de que su general era uno de los líderes más grandes de su tiempo.
Por su parte, los romanos pretendían invadir al mismo tiempo Cartago en el Norte de África y Cartago Nova en Iberia. Sin saber que Aníbal planificaba un golpe inesperado, mucho más profundo y doloroso, sin encontrarse en lo absoluto dispuesto a librar una guerra defensiva en sus propios territorios, sino todo lo contrario: invasiva, llevando el conflicto al centro mismo de Italia.
Continuará...
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