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Un recorrido por la historia del hermetismo, una de las tradiciones más difundidas de todo el esoterismo occidental

El hermetismo es una de las tradiciones más difundidas de todo el esoterismo occidental, siendo al mismo tiempo muy mal entendida por el público afín. La necesidad de distinguir entre sus diferentes niveles de representación nos mueve a realizar este recorrido por la historia oculta de nuestra civilización. “No todo lo que brilla es oro”, afirma un conocido refrán. Asimismo, entre las diversas interpretaciones sobre la filosofía hermética nos encontramos de todo, desde rendiciones rigurosas y de muy buena calidad, hasta propuestas de tinte comercial que dejan mucho que desear. Se ha dicho de todo, quizás demasiado, respecto de la sabiduría de Hermes. En las líneas que siguen intentaremos clarificar el panorama de forma honesta y meticulosa, sin otra cautela que el apego a los documentos en los que se presenta su enseñanza.

Históricamente hablando, el hermetismo es un movimiento filosófico y religioso de raigambre alejandrina, nacido al alero de la cultura helénica de Egipto durante la dominación romana, en los alrededores del siglo II d. C. Su producción literaria fue casi siempre atribuida a la legendaria figura de Hermes Trismegisto, quien fusionó al Thot egipcio con el Hermes griego. No existe rastro alguno de la corriente hermética antes de la conquista griega de Egipto, por lo que las idealizaciones sobre su antigüedad sólo constituyen romanticismos sin base histórica. El hermetismo no es lo mismo que la antiquísima religión egipcia, si bien comparte algunos puntos importantes con ella. Los contenidos filosóficos de los escritos herméticos son imposibles de hallar antes de los cambios culturales sufridos por el país del Nilo con la avalancha del helenismo, y como se verá más adelante, sus semejanzas con las doctrinas de Platón son mucho mayores que con el culto egipcio.

Aunque el movimiento tuvo un amplio alcance cultural, su estructura interna parece haber sido reducida, limitándose a pequeños grupos de filósofos compuestos por un maestro y dos o tres discípulos, cuestión que puede inferirse por la cantidad de interlocutores presentes a lo largo de los diálogos del corpus filosófico. Para el siglo IV d. C. estos grupúsculos habían sido absorbidos en la marea de cristianización del Imperio romano, aunque sus textos se preservarían durante toda la Edad Media, en el lado oriental de la cristiandad.

La mayoría de los eruditos en el campo, como Nicholas Goodrick-Clarke, Wouter Hanegraaff o Antoine Faivre, están de acuerdo en que el hermetismo surgió como un intento de síntesis del pensamiento greco-egipcio tardío, un compost tremendamente fértil, casi tanto como el fango del Nilo. Allí cohesionó la sensibilidad místico-religiosa del pueblo egipcio con la racionalidad filosófica griega, junto a trazas de monoteísmo judío. Los antecedentes intelectuales del movimiento pueden ser hallados en el platonismo medio, con Eudoro de Alejandría, y sus bases morales en el estoicismo de Zenón de Citio, pero articulando dichos elementos desde el trasfondo cultural egipcio, que aportó un sentimiento religioso que no podemos encontrar con la misma intensidad entre los griegos.

La propuesta doctrinal de la filosofía hermética deslumbra por su gran belleza. En ella el alma es protagonista de un drama de dimensiones cósmicas, con una posibilidad maravillosa de reintegración a sus majestuosos orígenes. En el Corpus Hermeticum, obra fundamental que contiene los 18 tratados filosóficos fundamentales de la escuela, encontramos la exposición completa del origen, naturaleza y destino del hombre. Se nos describe un universo hilozoísta, lleno de alma, con imágenes teológicas, cosmogónicas y escatológicas que se asemejan a la gnosis cristiana primitiva, pero que difieren de ella en varios puntos sustanciales. Para entender la enseñanza hermética debemos situarnos en un universo geocéntrico, bajo el modelo ptolemaico, en el que la Tierra está rodeada de siete esferas de cristal en perpetuo movimiento. En la primera transita la Luna, en la segunda Mercurio, en la tercera Venus, en la cuarta el Sol, en la quinta Marte, en la sexta Júpiter y en la séptima Saturno. Sobre ellas se mueve muy lentamente la octava esfera, que sostiene a las estrellas fijas, y más allá nos encontramos con el empíreo, el cielo infinito donde reside la esencia divina.

De acuerdo con la doctrina de Hermes, Dios creó un cosmos armonioso por medio del Nous, el supremo Intelecto o Mente Divina, a la que el Corpus Hermeticum otorga también el título de Padre. Este Intelecto es el soberano universal, regente de todo lo visible e invisible, y manifestación suprema del Ser en cuanto tal. La divinidad es descrita como macho-hembra, bajo los atributos de luz y vida. A partir de ella emerge el Logos o Verbo, emanación de la luz primordial, con el título de Hijo. La manifestación de la luz da origen, por oposición, a las tinieblas, en cuya oscuridad aparece la naturaleza húmeda que produce fertilidad, una idea central en el pensamiento mítico del antiguo Egipto. En las regiones superiores del cosmos se separan los elementos sutiles del fuego y el aire, en las inferiores los elementos densos del agua y la tierra. Por su parte la luz se refracta en un mundo espiritual de innumerables Potencias, que se corresponden a los Dioses y arquetipos organizados en torno a la Mente Divina. En ese mundo luminoso residen las matrices o Ideas que permitirán posteriormente el surgimiento del mundo sensible, imitación de la belleza del mundo espiritual.

La luz en lo alto origina, junto al Verbo, un segundo Intelecto con función creadora, el Demiurgo. Es él quien, al igual que en la teoría platónica, actuará de artífice, ordenando los elementos preexistentes para dar inicio al mundo. El Demiurgo hermético es una deidad del fuego, y se corresponde con el principio del Anima Mundi, generadora de todos los seres y madre universal que infunde la vida en la materia del cosmos por medio del pneuma o hálito vital. El Demiurgo creará las esferas celestes arriba, dominadas por los siete gobernadores del destino, y a los animales irracionales abajo, sometidos al tiempo y la destrucción. El Demiurgo, junto con su hermano el Verbo, pondrá en movimiento las siete ruedas de fuego que en su movimiento circular dan nacimiento a los seres sensibles de la Tierra, generados a partir de sus mismos elementos.

A continuación la Mente Divina creará a su tercer hijo, el Anthropos u Hombre Arquetípico, hecho a imagen del Padre y a quien Dios hará soberano de todo el universo. Deseando crear al igual que el Demiurgo, le será permitido descender a través de los cielos, siendo acogido por los gobernantes planetarios. Este principio arquetípico de lo humano rasgará los siete velos de las esferas celestes, asomándose sobre la naturaleza húmeda, que ya personificada, se enamorará de la gran belleza del Hombre. Éste, viendo su sombra sobre la tierra, y su imagen reflejada en las aguas, se sentirá atraído por la materia, abrazando los elementos inferiores. De este trágico enlace emergerán los siete primeros seres humanos, revestidos con un cuerpo físico sujeto a decadencia, y sus almas contaminadas con las pasiones de los siete planetas. De estos siete, hermafroditas al igual que su principio creador, surgirán las generaciones que poblarán la superficie terrena. Dios los separará en hombres y mujeres al cabo de un primer ciclo cósmico, partiendo el andrógino original. Lo mismo hará con los animales, dividiéndolos en machos y hembras. El humano es así un ser de naturaleza doble: mortal en virtud de los cuatro elementos sublunares que lo componen, pero inmortal gracias al principio espiritual de origen divino que encierra su alma, bajo la forma de un intelecto semejante a la mente de Dios.

En el pensamiento hermético la inteligencia es un principio espiritual que asemeja a los hombres con la Divinidad. Recurriendo a la jerga aristotélica, podríamos decir que del intelecto agente deriva la condición inmortal del hombre y su capacidad para referirse a los primeros principios, mientras que del intelecto paciente procede su capacidad pensante, pero mortal. La porción divina del ser humano aspira a retornar allende las estrellas, junto a la Mente Divina y los arquetipos que la pueblan. El hombre que orienta su mente y corazón hacia el bien, se dirige hacia la luz y la vida, pero el que se apega a las sensaciones del cuerpo se pierde en la grosería de su parte animal, y termina atrapado en las tinieblas de la muerte, transmigrando su alma por distintos cuerpos y formas en un círculo incesante. La metempsícosis le asegura, tras la muerte, una nueva oportunidad de trascender las limitaciones de su caída en la materia, pero quedando condenada a repetir las penurias de los cuatro elementos una vez más.

Es así que al morir, el cuerpo es entregado al cambio y la corrupción, mientras que los elementos psíquicos del carácter moral van a dar a manos de los daimones (genios), entidades semidivinas del plano astral, encargadas de intermediar con los siete gobernadores planetarios, así como con las Potencias situadas en las regiones superiores de la octava esfera. Los cinco sentidos suben a confundirse con la energía de la naturaleza, mientras la parte irascible y concupiscible del alma se pierde en la naturaleza irracional. Pero la parte inteligible e inmortal del alma asciende de regreso al origen, si aquel hombre ha reconocido su naturaleza divina, viviendo según el principio rector del bien. En su ascensión se irá liberando de las pasiones y accidentes de los que fue revestido en su descenso por las siete esferas planetarias. Despojado de sus pesadas vestiduras, se zafará de la cadena del tiempo, de la materia y el devenir, alcanzando el fin último de su propia divinización, reintegrándose al estado de gracia. Allí llevará una vida eterna y bienaventurada junto a las Potencias celestes, ya no como un esclavo, sino como señor de las estrellas. Esta antropología mística constituye el núcleo de lo que debe considerarse como hermetismo, pues está en la raíz de su tradición escrita.

Los tratados del Corpus Hermeticum parecen haber sido compuestos por diversos autores, ya que presentan estilos diferentes y puntos de vista ligeramente distintos. Tras la decadencia de la provincia romana de Egipto, los textos se salvaron de la desaparición gracias al ambiente cultural de Bizancio, particularmente al trabajo de preservación que realizó Miguel Psellos, monje, político, filósofo e historiador adicto al misticismo neoplatónico. Eventualmente una de las copias bizantinas fue conseguida por Cosme de Medici, siendo traducida al latín por Marsilio Ficino, quien dio el puntapié inicial para la tremenda influencia que el hermetismo tuvo sobre el Renacimiento. Se dice que Ficino suspendió temporalmente sus traducciones de Platón para concentrarse exclusivamente en la traducción de los textos herméticos. Gracias a su trabajo pudimos contar de nuevo con los escritos de Hermes Trismegisto en Occidente, que inyectaron una poderosa solución de esoterismo y magia en el rico nicho cultural de la Italia renacentista.

Sin embargo, junto a los textos filosófico-religiosos del Corpus nos encontramos también con una literatura hermética de carácter técnico, con instrucciones específicas sobre alquimia, astrología y magia debidamente atribuidas al gran Hermes. El ejemplo más famoso, y a la vez el más breve, es el de la Tabla Esmeralda, cuya receta para alcanzar la piedra filosofal es de tal reputación que ningún alquimista pudo darse el lujo de ignorarla. Hasta Isaac Newton le hizo una traducción. También se podría citar como ejemplo el Liber Hermetis, un destacado tratado astrológico sobre natividades, o el Cyranides, un texto sobre medicina y herbolaria mágica. Por lo general estos libros suscitan el desprecio de los historiadores, que les asignan poco valor pese a representar una buena parte de la producción hermética. Esta literatura tuvo un auge importante durante el Medioevo, especialmente en el mundo islámico, que en aquel entonces incluía a España y Portugal. Existe además una literatura hermética en árabe que compendia aforismos y máximas, pero que a diferencia de los papiros griegos, no ha recibido hasta el momento la suficiente atención por parte de los estudiosos. Debido a que los musulmanes nunca han querido limitar el número de los profetas reconocidos, no les resultaba difícil identificar a figuras legendarias con alguno de los enviados de Dios mencionados por el Corán. Así, cabe destacar el papel que jugó el astrólogo árabe Al-Kindi junto a su discípulo Abu Mashar en la identificación del profeta bíblico Enoc —el Idris coránico— con el Hermes Trismegisto de los antiguos textos herméticos.

En el período que discurre entre la caída del Imperio romano y la recuperación de los textos herméticos por parte de Miguel Psellos en Constantinopla, transcurren más de 500 años en los que el hermetismo declina en Occidente. Será una región distante la encargada de mantenerlo vivo. Se trata de la ciudad pagana de Harrán, al noroeste de Mesopotamia, cerca de la frontera actual entre Turquía y Siria. Allí se asentó la secta de los sabeos, último brote del paganismo babilonio en versión helenizada. Su religión astral se caracterizaba por el culto a los siete dioses planetarios, mismos que menciona el Corpus; por unas prácticas de culto similares a las del mitraísmo, y por su famoso templo de la luna en el que los sacerdotes oficiaban para el dios Sin. Siendo constantemente amenazados por el fanatismo musulmán, decidieron acogerse a la designación de sabeos dada la mención que hace el Corán de cierta religión aceptable a ojos de Allah, pero de la cual la escritura no da detalle alguno que permita su identificación. Atendiendo a esta treta, escogieron como su profeta a Enoc y por libro sagrado al Corpus Hermeticum, que poseían tanto en griego original como en traducción al siríaco. En virtud de la gran respetabilidad existente hacia la figura de Hermes Trismegisto en el ambiente intelectual de Bagdad, los sabeos de Harrán no tuvieron mayor problema en ser aceptados como una religión válida por el califa abásida. La transmisión de la doctrina hermética dentro del mundo árabe se debió en gran parte a estos últimos paganos del Medio Oriente, que terminaron por incorporarse al Islam hacia el siglo XI.

Durante la Edad Media la filosofía hermética pasa a ser sinónimo de alquimia, producto de la respetabilidad de los textos técnicos sobre el tema atribuidos a Hermes, y difundidos por todo el territorio musulmán. Pero para evitar confusiones, la alquimia debe ser entendida correctamente de acuerdo con la práctica de sus adeptos. Sea por vía seca o húmeda, empleando cinabrio, estibina, galena, rocío u otras substancias, la alquimia es el arduo camino de retrogradación de la materia bruta, que separa sus componentes primarios, los purifica bajo la acción del fuego secreto y los vuelve a reunir bajo una nueva forma física de propiedades maravillosas. Tan arduo y complejo es el sendero para obtener la piedra filosofal, que el alquimista alcanza una gran sabiduría por el solo esfuerzo y la enorme paciencia que requiere tal empeño. La alquimia es, en buenas cuentas, una operación material de consecuencias espirituales, no una forma singular de imaginería artística o una insólita protopsicología. Que sus procesos hayan sido velados bajo el lenguaje de los símbolos no hace de ella algo subjetivo, ni la incorpora al campo del surrealismo onírico, si bien la mutación de la materia va acompañada de una profunda transformación en el alma del operador.

La alquimia hermética llegó presurosa a la península ibérica por mediación de los árabes, y desde allí se expandió por el resto del continente. En relación al hermetismo y la alquimia en Europa, es imposible no hacer aquí una mención a los célebres hermanos de la Rosa Cruz, alquimistas consumados de quienes se han escrito tantas cosas, la mayoría de ellas bastante descabelladas. La historiadora Frances Yates realizó un gran trabajo de esclarecimiento para acercarnos a su verdadera naturaleza, y aunque sostiene algunas tesis controvertidas con respecto al papel que jugó el nacimiento de la ciencia moderna en el surgimiento de este grupo hermético, es claro que el ambiente de la reforma luterana y las guerras de religión en Alemania propiciaron su aparición y el sentido de sus manifiestos. Pero es el mismísimo Fulcanelli quien mejor desmitifica el asunto al hablar de ellos en sus Moradas filosofales. En esta monumental obra, el misterioso alquimista francés afirma:

La pretendida fraternidad de la Rosa Cruz jamás ha tenido existencia social. Los adeptos que llevan este título sólo son hermanos por el conocimiento y el éxito de sus trabajos. Ningún juramento les liga, ningún estatuto los vincula entre sí, y ninguna regla influye su libre arbitrio. Los rosacruces no se conocen. No tenían lugar de reunión ni sede social, ni templo, ni ritual, ni marca exterior de reconocimiento… Fueron y son aún solitarios trabajadores dispersos por el mundo. Como los adeptos, no reconocen ningún orden jerárquico.

Es incuestionable el conocimiento que al respecto podía tener Fulcanelli. Su afirmación deslegitima un montón de órdenes y fraternidades de cuño reciente que pretenden, bajo impostura, representar una corriente cuyos fundamentos no han comprendido en lo absoluto. El error interpretativo que cayó sobre el hermetismo rosacruz nos permite comprender el proceso de distorsión que se produce con respecto al esoterismo en general, producto del excesivo entusiasmo que despiertan estas cuestiones en algunos espíritus algo afiebrados. Ya en aquella época, en pleno siglo XVII, se decían tantas sandeces sobre ellos que sería agobiante intentar un listado aquí. La traducción al inglés de la Fama Fraternitatis, hecha por Thomas Vaughan en 1652, disparó un fenómeno mundial que aún no ha cesado, pues cada cierto tiempo aparece una nueva organización con el rótulo de rosacruz.

En la misma comedia de enredos, existen muchos libros populares que utilizan el paraguas conceptual del hermetismo para albergar bajo su sombra un montón de enseñanzas completamente ajenas a él. De todos ellos, el más famoso y difundido es el Kybalion, publicado por primera vez en 1908 bajo la editorial norteamericana Yogi Publication Society. Esta obra es la principal fuente de confusiones y malos entendidos sobre lo que es y no es la filosofía hermética. En el Kybalion encontramos un compendio de aforismos y explicaciones que, en su gran mayoría, no guardan relación alguna con la verdadera instrucción hermética. Sus tres incógnitos autores proponen una catequesis peculiar, expresada en la forma de siete leyes ocultas, que no se asemeja ni de lejos a la doctrina de Hermes Trismegisto. Pero si lo que hallamos en el Kybalion no es filosofía hermética, ¿qué es entonces? Analizado cuidadosamente, el contenido del libro es una amalgama de tres ingredientes distintos, ninguno de los cuales tiene raigambre hermética. El primer componente es el New Thought americano. Esta corriente de pensamiento emergió a mitad del siglo XIX en Estados Unidos a partir del mesmerista y sanador Phineas Quimby. Su filosofía, también conocida como Ciencia Mental, sostenía la idea de que el propio pensamiento determina la realidad, siendo posible alterar favorablemente las circunstancias del entorno por medio de una actitud mental positiva sostenida sobre el ejercicio constante de afirmaciones. Uno de sus representantes más conocidos fue Emmet Fox, el inspirador de Alcohólicos Anónimos y maestro de la venezolana Conny Méndez. Ésta última fue la responsable de propagar dichas ideas en el mundo de habla hispana. A ella debemos el conocimiento del “mentalismo” y de los siete principios “herméticos” que difundió a través de su afamada Metafísica cristiana. Todos estos términos resultan sumamente equívocos, pero son los que el movimiento utilizó y divulgó a lo largo de varias décadas de actividad. El New Thought fue el antecedente directo de la Nueva Era, que continuaría con estos planteamientos bajo una forma descristianizada y más cercana a los grupos neopaganos y hippies que brotaron en California.

El segundo elemento del Kybalion son algunas nociones generales de física, sobre todo de la teoría electromagnética de Maxwell. También se presentan de forma explícita las concepciones del filósofo inglés Herbert Spencer, sobre una energía universal, infinita y eterna, como fiel exposición de los principios herméticos. En realidad Spencer, a quien el Kybalion pretende la reencarnación de Heráclito de Éfeso, es parte del positivismo y del darwinismo social que marcó la era victoriana. El tercer elemento constatable aparece en el tono de las sentencias que el texto propone al principio de cada capítulo. Se trata de una emulación del Libro de Proverbios del Antiguo Testamento. En algunos casos, como en la sentencia hallada al comienzo del capítulo VI, la imitación resulta demasiado evidente. Desgraciadamente el Kybalion es el libro más asociado en el ideario popular con la palabra hermetismo. 

Ésta y otras obras “herméticas” similares, reflejan mucho de esa comprensión moderna y americana que, pese a conservar elementos del espíritu original, representan en realidad una mirada distinta, más en sintonía con el espíritu de los movimientos ocultistas que surgieron entre 1850 y la Segunda Guerra Mundial. Personajes como Samuel MacGregor Mathers, Paschal Beverly Randolph, Joséphin Péladan o Franz Bardon encarnan ideas novedosas en el mundo de la magia, en paralelo a los movimientos rupturistas en el mundo del arte y al floreciente psicoanálisis, convicciones que luego plasmaron en distintas agrupaciones y sociedades “herméticas” que reflejan más las peculiaridades psicológicas de sus respectivos creadores que los principios propios del hermetismo original. Encarnan reverberaciones del ánimo creativo, pero individualista, que se vivía en el marco de la segunda revolución industrial y la cultura del avant-garde. Con todo esto, las sucesivas reinvenciones de la tradición hermética muestran un alejamiento progresivo de la doctrina primitiva para proponer, bajo el mismo nombre, algo que se le asemeja sólo superficialmente.

Un caso más reciente es el de Darío Salas Sommer, alias John Baines, cuya organización “hermética” ha dado un giro desde lo esotérico hacia una forma renovada de cosmismo ruso. No negamos que desarrollos teóricos como el de su “física moral” puedan tener alguna utilidad, pero evidenciamos su escasa o nula relación con el pensamiento hermético y la tradición sapiencial que le da sustento. Algo semejante ocurre con las versiones populares y comerciales de la cabalá, negocio que sigue al alza dentro del próspero mercado de la autoayuda. Creo que estas críticas son necesarias, pues debemos ser conscientes de que la necesaria asepsia académica en el campo de la esoteriología, impide a los estudiosos del tema realizar juicios de valor conducentes a discriminar la calidad y autenticidad del material abordado. El análisis crítico nos permite distinguir la sabiduría tradicional, frecuentemente anónima o pseudoepigráfica, de la fulgurante inventiva personal de los últimos siglos, que suele plasmarse en forma de vistosas organizaciones con nombre pomposo, pero que lamentablemente suelen acabar subordinadas a fines comerciales. 

La doctrina hermética es una perla preciosa para quien se adentra profundamente en ella. Su visión del viaje del alma, narrada en el Poimandrés, se renueva en la ascensión del profeta Muhammad a través de los siete cielos en la noche del miraj, para reaparecer en la genialidad narrativa de La divina comedia de Dante, así como en las doctrinas cabalísticas de las sefiroth. Se la encuentra por doquier como el sustrato invisible de muchos hitos culturales. ¿Cómo no enamorarse de ella? De Alejandría a Harrán, de Bagdad a Córdoba, pasando por Constantinopla y llegando hasta Florencia, la sabiduría hermética ha iluminado el camino de filósofos y místicos, traspasando las fronteras religiosas y lingüísticas. No obstante, el mono de Thot persigue al escriba de los Dioses por todas partes, imitando sus palabras y distorsionando su sentido. En estos párrafos hemos querido hacer algunas precisiones para despachar al simio y escuchar al maestro.

 

Twitter del autor: @cubicado