Nuestros peludos y desnudos cuerpos de logro
que crecen para transformarnos en dementes girasoles
formales en el ocaso...
Allen Ginsberg, “Sutra del girasol”
Un mediodía de estío, el poeta yacía desnudo en su diminuto departamento de Brooklyn al lado de su amante. Los dos con patillas nutridas, los cuerpos velludos de ambos, tendidos tras el éxtasis sexual definitivo.
Una mosca vino a posarse en el culo aún húmedo de su novio, atraída por restos seminales no muy lejanos. Luego aterrizó sobre su miembro, él le tiró un manotazo y casi la atrapa en el aire cuando intentaba huir.
Entonces decidió que ese era el momento de conocer por fin el nirvana y alcanzar el despertar. Relajó su cuerpo al máximo y cerró sus ojos, dispuesto a entrar en un trance profundo, en esta ocasión sin el auxilio de ninguna sustancia enervante. Fue sumiéndose lentamente en el silencio de la meditación conforme sus músculos se aflojaban, se hundió en tal estado que creyó dormir.
De pronto se encontró en medio de un supermercado en donde continuaba desnudo, al igual que el resto de los clientes y comensales. Reflexionó un momento mientras echaba un ojo a los culitos al aire de los chicos que acomodaban las verduras y descubrió, medio escondido, a Walt Whitman, quien sin que nadie hasta ahora lo viera, se deleitaba las pupilas ante el espectáculo de nalgas morenas y blanquecinas desfilando y bolsas rosadas de escrotos sacudiéndose acompasadas.
Al viejo Barba-gris le molestó que lo sacaran de su anonimato y lo descubrieran en pleno éxtasis contemplativo, pero al final acepto intercambiar dos o tres frases con Ginsberg, quien era un gran admirador suyo desde la infancia.
-¡Son ángeles, no hables demasiado fuerte!
Sentenció el viejo de la barba clara, dirigiéndose al poeta barbudo más joven.
En la apariencia todo aquello era similar a cualquier otro supermercado de Nueva York al que anteriormente hubiera ido a comprar víveres y cigarros, a excepción de que todos se encontraban desnudos y nadie parecía realmente comprar nada.
-Observa...
Insistió Whitman. Cerca de ellos, tras una pila de latas de sardinas en salsa de tomate parecía ocultarse otro poeta, deseoso de no ser descubierto, avergonzado de su desnudez y observando con deseo y locura los glúteos angelicales que ellos también admiraban. Era García Lorca.
-¡No me gusta esta América de hoy en día...!
Gruñó Barba-gris. Luego se alejó.
De pronto Ginsberg ya no se encontraba en un supermercado sino a la orilla del puerto de Nueva York y a su lado ya no estaba Whitman sino Jack Kerouac, su amigo entrañable, quien muriera hace no mucho.
-Estuve en tu tumba, Jack... Fuimos hace poco Dylan y yo, con su guitarra...
Atinó a pronunciar tembloroso, con mucha nostalgia, pena y cierta culpa por seguir vivo aún.
El diestro novelista se limitó a sonreírle y señalar con su dedo un girasol que crecía en plena orilla del puerto. Ginsberg observó que no era una flor común y corriente, sino que se encontraba extrañamente viva y luminosa. Era un pequeño sol en sí misma y este conocimiento le pareció al poeta toda una revelación.
Cuando menos acordó, Whitman y Kerouac ya iban a bordo de un modesto carguero, similar a los que se utilizaban en el puerto para remolcar cacharros y basura. Ginsberg pensó que esa debía ser la apariencia actual de la barca de Caronte.
Su pequeño girasol comenzó a arder y girar con tal intensidad que aquella luz lo llevó de regreso a su cama junto a su novio en el apartamento.
-¿Qué te pasa, querido?
Musitó una voz varonil y afectuosa.
Y el poeta se encontraba preso de tal emoción y de una sonrisa gigantesca y hermosa sabiendo que, a la próxima vuelta de aquella barcaza en el puerto, quizá él sería el próximo pasajero.
Twitter del autor: @adandeabajo