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El Inversor: Lo que no vemos detrás de un simple examen escolar

Sociedad

Por: Pablo Doberti - 01/26/2016

Los exámenes deberían ser una instancia en la que lo que valga sea lo que se construye o propone encima de la información disponible, y no la reproducción literal de ella
Imagen: Wikimedia Commons

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Si hago referencia a esa costumbre de los maestros y profesores de preguntarnos por lo que no sabemos, en lugar de hacerlo por lo que sabemos, apuesto a que te viene algún recuerdo personal a la mente.

Independientemente de los profesores que hayas tenido en tu vida y de la suerte que hayas tenido con ellos, o la eventual calidad de la escuela en la que te formaste, este recuerdo adviene siempre porque es producto de la posición estructurante de maestros y profesores. Creen que son profesores precisamente por eso, porque saben buscar y encontrar --y, entonces, hurgar-- lo que no sabemos. Y acaban juzgándonos y evaluándonos por eso.

La otra cara de esta tesis es que "saber" quiere decir saberlo todo; el saber es un concepto expansivo que tiene que ver con los alcances más que con las profundidades. Tu dominas la disciplina si sabes casi todo de ella; y eres perfecto si lo sabes todo.

Sé que te he alcanzado –lector-- en tu experiencia personal; es decir, sé que estoy haciendo referencia a una situación completa y absolutamente institucionalizada. Por eso la crítica que hagamos de ella tiene carácter político.

Estoy profundamente en desacuerdo con tres tesis básicas de esa posición docente evidenciada en los exámenes. Una, la que supone que mido mejor al alumno en lo que no sabe que en lo que sabe, dado que si hay algo que no sabe, entonces todo él no sabe o sabe poco. Dos, la que establece una clara diferencia entre el saber de alcance y el saber de profundidad, y opta por el primero. Y tres, la que define que saber es dar cuenta de algo, demostrar que estás informado del asunto, dar testimonio, y no construir, crear e improvisar encima de eso.

Vamos a entrar en los puntos, poco a poco.

Es verdad que están bastante imbricados entre sí; interdependen y se justifican los unos a los otros. Imaginemos un examen oral típico escolar, y muchas veces incluso universitario. El profesor comienza preguntando por alguna unidad del currículo de la materia; imaginemos que es cualquier tema, aunque abundan los profesores que gozan con preguntar sobre aquello que presumen --por su grado de dificultad, por su jerga cerrada o por lo que sea-- que el alumno no dominará. "Dígame usted qué pasa si..." o "qué ha pasado el..." no son preguntas inquietas, en realidad; como se ve, son interrogatorios ramplones.

Si el alumno comienza a responder con seguridad y confianza, entonces nuestro querido maestro hará --o la ocultará-- una mueca lateral con los labios e interrumpirá al expositor para hacerle encima de la primera una nueva pregunta, de otra unidad y con afán explícito de quiebre de ritmo de un curso conceptual (y entonces le habrá enviado ese mensaje habitual y letal que dice que, si ya has demostrado que sabes del tema, entonces no vale la pena que continúes con tu exposición, porque él, profesor, también lo sabe, y mejor que tú).

Hará la nueva pregunta buscando a ver si con esta otra sí encuentra tu bache, el tema que no te gustó, las horas de estudio que te faltaron, el cálculo que se te resiste o --tal vez-- aquella historia que te duele en el alma y te bloquea. Cuatro o cinco preguntas en ese ping-pong, lo más amplio posible --en fechas, en instancias curriculares, en registros temáticos, etc.--, y entonces sobreviene la evaluación.

Pero la escena es aún más rica, porque tiene matices. Por un lado, puede aparecer ese momento raro en que el alumno asume la pregunta con seguridad y confianza pero, sin embargo, no adopta la posición enunciativa del que está dando cuenta de un contenido, sino que se monta en él y comienza a recrearlo, matizarlo, ampliarlo, discutirlo, relativizarlo, mientras entra y sale de él como jugando.

¿Qué hace en ese caso nuestro profesor? Antes que nada, inquietarse; no por su alumno, sino por él. Duda. Luego, como activado de pronto por un superyó retrógrado que trae genéticamente, inicia una catarata de repreguntas encima de la exposición, con el único fin de desmontar esa exhibición de elaboración y desestabilizar a ese prematuro arrogante que cree que puede.

Querrá confirmar a toda costa que aquello que ese alumno está haciendo y que él no es capaz de hacer con su materia y sus materiales es apenas producto de una casualidad o de un curso único, pero que enseguida el ocasional prodigio regresará a su dubitativo y alienado estado habitual. Desconfiará de todo sin ocultarlo. Preguntará cada vez más paranoicamente.

Y si al fin no ha logrado desmontar el espectáculo, entonces interrumpirá con el último halo de autoridad que le quede y pasará a una nueva pregunta, lo más lejana posible de la zona de valor que su alumno ha construido delante de él. Nuestro maestro --en suma-- sabe perfectamente qué hacer delante de la reproducción (interrumpir y puntuar bien, para fijar), pero no tiene ni la menor idea de qué hacer delante de la producción. Nuestro pobre amigo catedrático ha quedado temblando.

También podremos encontrarnos con aquella otra escena en que el maestro descubre rápidamente que ha dado con la zona de desconocimiento o de desinformación del alumno y ya ha decidido desaprobarlo precisamente por eso, pero aún así se queda y se espera. No repregunta ni ayuda; apenas mira, gesticula, se distrae, mira su teléfono... Y deja que nuestro alumno se descomponga poco a poco de humillación ante su propio fracaso y sufra con su silencio, se retuerza en sus imposibilidades, se maldiga y comience a prospectar su agobiante regreso a casa.

A nuestro profesor le gustan esos momentos de dominación absoluta. Su saber --como un tanque-- pasa por encima de la víctima y la humilla con el buen oficio del torturador. No repreguntará para rescatar; no abrirá otro frente, porque le ha bastado con éste para condenar. Simplemente, disfrutará su cuarto de hora. Y dará todo aquello por terminado cuando su goce se vea razonablemente satisfecho y la humillación haya surtido su efecto "didáctico". En estos exámenes que estoy describiendo, nadie se lleva nada. El alumno no se lleva más de lo que llevó, si algo llevaba. Bueno, tal vez una experiencia de humillación, si le toca en suerte. Y el maestro menos aún. Él jamás aprende porque si de dar testimonio de una información se trata el saber, entonces él ya lo tiene todo previamente sabido. Por eso suelen tener esas caras de desinteresados, cuando no de hartos o indispuestos. Sólo reviven cuando son capaces de ejercer su poder, que no es el poder del sabio, sino el de la autoridad.

El modelo está tan establecido que nos parece natural, único, necesario; tanto, que hasta los mismos alumnos se hacen cómplices de él y lo alimentan si querer, y lo padecen sin saber. Son las consecuencias típicas de los tóxicos procesos de cristalización cultural.

Claro, tú te preguntarás entonces cómo creo yo que deberían ser los exámenes. Pues exactamente la contracara de los que tenemos. Una instancia en la que lo que valga sea lo que se construye o propone encima de la información disponible, y no la reproducción literal de ella. Una instancia donde la audacia de tomar posición vale mil veces más que la alienación de evitarla y cobijarse en la repetición.

Una instancia en la que el profesor disfruta de la producción estudiantil y discute con sus buenos alumnos razones y posturas que tampoco a él se le habían ocurrido. Instancias en las que los alumnos se desafían a desafiar, se preparan para defender, se obligan a trascender y a dar cuenta de sus trascendencias. Instancias en las que la mala nota está garantizada si la actitud está ausente.

Instancias donde el profesor potencia y no domina, y el alumno arriesga y no teme. Instancias de construcción, siempre de construcción, a partir de la información disponible pero no "hasta" la información disponible. Instancias festivas, abiertas, variadas; improvisaciones musicales hechas con palabras sobre las partituras de los libros. Coros. Juegos complementarios entre el maestro y sus músicos. Orquesta. Dialécticas superadoras.

Ah, y por cierto: siempre, pero siempre, a libro abierto; a fuentes diversas bien abiertas. Porque si el libro está cerrado, entonces el contenido del libro resulta el objeto del examen; mientras que, si se lo abre, entonces el contenido del examen pasa a ser la producción del alumno a partir del libro.

 

Twitter del autor: @dobertipablo