Estamos acostumbrados a utilizar los mapas de nuestras ciudades como una visión abstracta, práctica y ordenada del aparente caos del territorio: a la manera de los libros de consultas, en la misma estantería ontológica que los diccionarios, los mapas son una suerte de textualidades visuales que nos sirven para ubicarnos a nosotros mismos en el espacio, para transitar dentro de un territorio --la ciudad, y en especial la megalópolis-- donde la modernidad transformó en extranjeros a sus propios habitantes.
El mapa de la ciudad llevado al extremo de su representación formal deriva en Les Villes Rangeés de la artista francesa Armelle Caron. A manera de rastro de un proceso meticuloso de clasificación, el mapa monocromático y su versión "organizada" son dos formas de pensar el dispositivo mapa, codificando los elementos que lo integran pero sin cambiarlos más que de posición.
En mi caso, las ciudades reordenadas de Caron me hacen pensar en una página de texto escrito con una tipografía localísima, hecha nada menos que de las representaciones físicas del espacio urbano. La morfología de las manzanas, glorietas, colonias y en suma, espacios habitables de cada ciudad, me hacen pensar también en una vista comparada de la heterogeneidad de trazo y concepción del dibujo involuntario que cada ciudad adopta en el tiempo como los rasgos de un rostro.
Nueva York aparece como un largo código de barras debido a la simetría monótona de sus manzanas, mientras que París presenta una rica variedad de formas, donde la semejanza termina en el tamaño de ciertos elementos, que guardan entre sí, como los alfabetos --o tal vez, en un sentido más técnico, como las familias tipográficas, cierto aire de familia.
Más que el procedimiento obsesivo-compulsivo, Les Villes Rangeés representa las ciudades con un énfasis en lo gráfico más que en lo geográfico; el mapa escapa de su papel referencial y se ofrece como rompecabezas desarmado, y tal vez le devuelva al angustiado paseante la sensación de que el mapa es también, él, un espacio de ficción, cuyos elementos pueden reorganizarse con fines de divertimento formal.
Como ejemplo de esto, pienso en el Martín Fierro ordenado alfabéticamente del argentino Pablo Katchadjian, donde el poema se convierte en catálogo de palabras. En el caso de Armelle Caron, la ciudad se convierte en el catálogo de sus formas transitables, y acaso de los espacios vacíos entre ellas: las calles, o bien el espacio por donde leemos una ciudad al movernos por ella.
Leer la ciudad, caminar con los ojos por el mapa: dudar de la convención de que el mapa --ese artificio inmutable-- fija el territorio. Se parece a esa "gran revelación estética" que Jed Martin experimenta en El mapa y el territorio de Michel Houellebecq, cuando el personaje compra un mapa Michelin de carreteras a escala 1/150.000, del cual realiza una lectura artística más que práctica: "se mezclaban la esencia de la modernidad, de la percepción científica y técnica del mundo, con la esencia de la vida animal. El diseño era complejo y bello, de una claridad absoluta, y sólo utilizaba un código de colores restringido. Pero en cada una de las aldeas, de los pueblos representados de acuerdo a su importancia, se sentía la palpitación, el llamamiento de decenas de vidas humanas...".
Twitter del autor: @javier_raya