Es rara la erudición. Tiene vocación domesticadora; aplaca y quita ímpetus; hipoteca todo siempre; es vertical y jerárquica; se impone con autoridad y con autoritarismo; es genuflexa y sangrona; mira todo desde arriba y sin embargo, vuela bajo… aplasta –entonces-- también.
Venera; esencialmente venera. Y luego se pone oronda con sus cultos de veneración. Fanfarronea con su pequeñez. Se autolimita todo el tiempo y se esconde sin pudor. Es rara y es fea. Antes de evaluar, santifica; y antes de valorar, desdeña. Lee las alcurnias antes que cualquier otra cosa.
Es antigua la erudición. Huele a viejo. Remite a una matriz de valores propia de tiempos que ya no son. A veces, como por instantes, ilumina con referentes magníficos, pero enseguida se torna sombría y oprime. Cansa. Cansan aquellos y estos que porque leyeron y porque recuerdan creen que valen. Son figuras bizarras que se ponen como si fueran importantes.
Es opresora la erudición, como cualquier sistema jerárquico. Ayuda a justificar por qué no nos atrevemos. Pondera que nadie se atreva porque siempre falta algo más de preparación. Es infinitamente postergada e insoportablemente impotente. Ayuda mucho a no hacer nada. Crucifica la creación; odia la osadía. Exige credenciales para cada cosa; credenciales que ella misma otorgaría y no otorga, para dominar.
La erudición es un valor social impuesto y retrógrado; es más dañino de lo que solemos creer y está más presente de lo que solemos imaginar. No está apenas en los vetustos recintos académicos, las bibliotecas o en los museos de cualquier cosa. Si solo estuviera por ahí, no habría problemas. El problema es que está en las escuelas y mediante ellas, luego se aloja en nuestras conciencias (como las garrapatas en la cabeza), convirtiéndose en nuestras pesadas autolimitaciones. Las escuelas son su caja de resonancia a escala mundial y masiva. Esa erudición casi simpática y tranquila de las Universidades de Ciencias Sociales repercute en las escuela y en las comunidades educativas y se acelera y se denigra y gana velocidad y violencia –como los huracanes conforme se acercan-- y capacidad destructiva. Se apodera de los materiales educativos y del tejido cerebral docente; doblega a los niños y entra en las casas como los virus y enferma a casi todos. Lo que en los ámbitos recoletos y tranquilos empieza en una anécdota o un pequeño vicio inofensivo, cuando sale de la escuela se ha vuelto plaga mortal.
El erudito es un neurótico obsesivo vuelto por nosotros estrella de rock. Y así acaba siendo una pantomima de sí mismo.
La erudición no es ni más ni menos que la valorización del saber por el saber mismo; o mejor, del conocimiento por el conocimiento mismo; o incluso, la valorización de la información por la información misma. Es un culto pagano a tener conocimiento. El erudito está lleno de rituales y hasta de fetiches que lo caracterizan y muchas veces hasta lo satirizan: libros antiguos; máquinas de escribir que ya no andan; papiros o imitaciones de papiros; bibliotecas con vidrios adelante; autógrafos; librotes de pasta dura; instrumentos descompuestos pero simbólicos; plumas; pedazos de cualquier cosa o replicas de pedazos de cualquier cosa, que llaman ruinas o reliquias. Y más: ellos mismos acaban siendo reliquias; figuras que solo representan lo que ya no son. Atesoran, que es el superlativo de tener.
Pero el problema no son ellos ni que atesoren –como decíamos--, el problema es la cosmovisión que los justifica. Atesoran porque el saber o la belleza o la claridad o la metáfora… son para ellos escasos por definición y le pertenecen a los elegidos, por alcurnia. Pocos para producir y muchos, muchísimos para aspirar, adorar e inhibirse. Y ellos, los eruditos, que operan como la guardia pretoriana de ese orden. Cuidan al saber, a la belleza y al arte de los bastardos advenedizos que osan intentarlo y creer que podrían. Que ni ellos mismos, dicho sea de paso. (Se cuidan de todos nosotros). Sofisticados sofistas especializados en la postergación significativa. Viven predicando la preparación para lo que ya no llega. Predican la preparación para atrofiarnos en ella, al cabo.
Pero hagamos un alto. Con un salto seco salgamos de todo ese polvo y miremos desde otro lado.
La gramática escolar está montada sobre un principio de erudición básico: que el proceso de producción comienza cuando el proceso de consumo haya acabado. Y como éste es infinito, entonces aquélla es retórica. Contrariamente a lo que quiere parecer, es un principio de atrofia y no de fortificación de la producción. (Es la contracara del emprendedurismo). Debilita porque somete. Disciplina para la subordinación. La instancia propositiva, creativa, productiva, inventiva está siempre supeditada a una pesada losa de autorizaciones, aprobaciones, pruebas, sometimientos y humillaciones interminables. Alterar esa gramática es pecado capital. Creer que alguien cualquiera, en cualquier momento, pueda proponer es delirio y exige de inmediato el fármaco adecuado: horas de ejercicios seriados o 35 padrenuestros, dependiendo del ámbito.
La única instancia creativa que la erudición viral que nos tiene como nos tiene acepta es la infantil, porque es socialmente inofensiva. Pero debe ser bien infantil; y debidamente sometida al estereotipo, además (la casita con el árbol y el Sol en el ángulo superior). El niño goza de ese rato de libertad que la erudición concede porque sabe que no sabrá aprovechar. Y luego, con un movimiento perfecto de FBI tecnológico, cierra todas las puertas de una vez y a escuchar y a estudiar, repetir, memorizar, aceptar, objetivar y demás formas académicas de la dominación.
Así y todo, a mí que me repugna la erudición, me gustan algunos eruditos. Algunos de ellos son serios y están en todo su derecho. Los veo o los pienso y me resultan simpáticos y tiernos. No son ellos el problema, la verdad; somos nosotros que hemos hecho de sus vicios inocuos una cultura tóxica y deleznable.
Twitter del autor: @dobertipablo