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Desde hace siglos son más hombres que mujeres quienes consuman el suicidio, una circunstancia que revela algunos cortocircuitos en la formación de la masculinidad

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Estadística e históricamente, el suicidio de hombres supera por mucho al de mujeres en casi todos los países y todas las épocas, como si algo en la cultura empujara más a los hombres que a las mujeres a tomar la decisión última de la muerte por mano propia.

En estos tiempos en que las condiciones de la llamada sociedad patriarcal se encuentran en debate, podría comenzar a pensarse que el suicidio es el costo que ciertos hombres han pagado por la superioridad que la cultura ha otorgado a su género. Una lectura en ese sentido es la que hace  Will Storr, quien hace poco escribió al respecto en el sitio web de la revista Pacific Standard.

Storr no habla propiamente de las sociedades patriarcales, pero sí sigue casos en los que el suicido masculino está vinculado con las obligaciones que se imponen al género. Incluso si cualquiera de nosotros reflexiona por un momento sobre el lugar que la sociedad ha otorgado a los hombres nos daremos cuenta de que el hombre está asociado usualmente con el poder, no sólo el poder en su sentido inmediato, sino más bien como una exigencia: el hombre debe "poder". Poder trabajar. Poder triunfar. Poder hacer las cosas. Poder ganar dinero. Poder ser su propio jefe. Poder tener una familia. Poder tener un automóvil. Poder con las mujeres. Poder sexualmente. Poder con y contra otros hombres. Poder, siempre.

Sólo que esto es un deber y, como tal, una norma que pretende ajustar la realidad a la letra. ¿Todos los hombres pueden? No, porque no todos los hombres son iguales. Hay hombres que no pueden tener hijos, por ejemplo. ¿Eso los hace menos hombres? Desde cierta perspectiva, la del patriarcado, sí. El problema es que como toda norma, dicha incapacidad implica una sanción. En este caso, una especie de desvalorización de los hombres que no pueden.

Entre otras consecuencias, un hombre formado en el discurso social del poder entra en conflicto cuando no puede, pues por ese mismo discurso puede llegar a considerar que su identidad se ve cuestionada, mellada. Tal parece que el poder es condición de la masculinidad.

Storr, desde una visión más hegemómica o incluso mainstream, explica el problema desde el sistema de expectativas: los demás esperan algo de nosotros y si no lo cumplimos, entonces los defraudamos y también nos sentimos defraudados con nosotros mismos. En el caso del hombre este sentimiento se agudiza, en primer lugar, por el lugar que le impone la sociedad como proveedor y, por otro lado, por otro rasgo propio de la construcción de la masculinidad que implica no hablar de las emociones. En el reverso de la imposición del poder está el no poder, en donde se encuentra la prohibición de reconocer, aceptar y hablar sobre emociones como la decepción, la tristeza, la frustración y otras afines. El poder aísla, y quizá esto sea evidente para los hombres.

La tiranía de la perfección, dice Storr, podría ser la causa de que se suiciden más hombres que mujeres (a pesar de que, en general, sean más las mujeres que lo intentan). Pero quizá sería oportuno complementar que algunos tal vez sobrellevarían mejor esas condiciones de no ser por la severidad con que social y subjetivamente se castiga a los hombres que no se ajustan a esos cánones de masculinidad.