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Así se ve la delicada relojería de tu cerebro cuando odias a alguien

Por: Jimena O. - 11/11/2014

La relojería del odio está basada en zonas de actividad e inhibición dentro del cerebro: nos preparamos para la agresión física, tenemos una idea borrosa de quiénes somos, nuestro juicio se nubla, nos volvemos incapaces de reír. Los neurólogos buscan en el odio el lado oscuro --pero necesario-- del amor

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Nuestro mundo es arrasado continuamente por oleadas de odio: existen aquellas manifestaciones de odio que se institucionalizan --como el nazismo-- y otras más locales, incluso familiares, esos odios personales y solemnes que guardamos para nosotros mismos, como un pan podrido en el pecho. ¿Pero dónde exactamente podría encontrarse este "pan podrido" del odio en la topografía cerebral?

En 2008, Semir Zeki y John Paul Romaya realizaron un estudio sobre el odio a nivel cerebral. A falta de otra metodología en un campo apenas tocado por la ciencia, le pidieron a sus voluntarios que observaran fotografías de personas que considerasen "neutrales", y posteriormente, que observaran otras de individuos a quienes odiaban.

¿Pero cómo notar el odio en los scaners de resonancia magnética? El odio, además, puede ser --como el amor-- de muchos tipos. Hay odios de raza y religión o, como sugiere el doctor Zeki, "un individuo puede trazar su odio hasta una injusticia pasada, y así encontrar una fuente justificable para él".

Los investigadores se dieron cuenta de que el odio producía --o era producto de-- zonas de actividad cerebral y otras de inactividad. Así, las zonas del cerebro como la corteza premotora (que se activa cuando tenemos sentimientos de agresión) se activan, pues parte de nosotros se siente agredida a un nivel físico; sin embargo, zonas como el giro frontal superior (que regula los accesos de risa) se inhiben como parte del circuito del odio.

El giro medio frontal está implicado en la conciencia de sí y la toma de decisiones. Es una de las zonas involucradas tanto en procesar el amor como el odio.

El giro medio frontal está implicado en la conciencia de sí y la toma de decisiones. Es una de las zonas involucradas en procesar tanto el amor como el odio.

La corteza premotora está involucrada también en este espinoso mecanismo: esta entrará en alerta cuando nos preparamos para ser atacados físicamente, por lo que es de vital ayuda en caso de peligro; sin embargo, el odio hace que sintamos en alguna medida que ese ataque físico tendrá lugar aunque las circunstancias sean improbables.

Lo curioso es que el putamen y la ínsula también entran en juego cuando experimentamos amor. Estas zonas nos permiten reconocer el gusto o disgusto en el rostro de los demás; pero el putamen se activa también cuando "conspiramos", es decir, cuando imaginamos o planeamos actos agresivos. Se ha sugerido que el putamen puede ser el lado oscuro del amor: la parte que activa los celos como mecanismo imaginario de defensa frente a una agresión que no tiene lugar en realidad (como compensación, por ejemplo, frente a la amenaza de un rival amoroso).

Este estudio asumió de entrada que el odio siempre está dirigido hacia algo. Por decirlo así, no existe un "odio puro", sino que siempre está motivado por un agente externo a la propia psique, aunque sus motivaciones puedan ser profundamente personales. Esta disparidad entre el agente y las motivaciones de la emoción es lo que aporta la irracionalidad propia del odio, a pesar de que los científicos estén tratando de ligarlo a instintos antropológicos arcaicos.

Algunos antropólogos han tratado de relacionar el odio con una forma primitiva de comunidad: un mecanismo para justificar el despojar a otras tribus de recursos que no podían conseguir de otro modo. Pero la inhibición del giro superior frontal --que regula la conciencia de sí y la risa-- también induce a comportamientos obsesivo-compulsivos cuando odiamos a alguien. El odio en animales presenta --al menos desde Darwin-- el problema de describir emociones desde parámetros antropocéntricos, por lo que no podríamos sacar mucho en claro. Sin embargo, observar a nuestro cerebro en acción podría ayudarnos a desprogramar comportamientos dañinos que nos afectan individual y colectivamente. Tal vez descubramos que el odio y el amor son la misma fuerza ciega y que está en nosotros aprender a dirigirla (y ser dirigidos por ella).