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Ese diagnóstico que ya circula casi con cinismo en el mundo educativo no logra impactar en nuestras prácticas escolares

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Encuentro en la revista Veja del último 2 de abril (la revista de interés general más difundida en Brasil, con enorme influencia en la opinión pública), en su reportaje de cabecera (la nota más calificada de la edición), una entrevista a Stephen Kosslyn. No conozco a Stephen, pero la periodista lo presenta, “con 66 años, uno de los mayores investigadores del mundo en ciencia cognitiva –área del conocimiento que combina psicología, neurociencia y sistemas de computación para entender cómo procesa el cerebro las informaciones--. Disputado por instituciones del más alto nivel, como Harvard, donde hizo una prodigiosa carrera académica durante más de tres décadas…”, y así se sigue. Todo un hombre de prestigio.

Pero esto no es lo curioso. O tal vez sí, porque encontrar que la nota principal de una publicación general y masiva sea sobre educación ya tiene algún grado de curiosidad. Pero no es lo que más me llamó la atención. Lo que me sorprendió fue el tipo de declaraciones que Stephen nos dejaba…

“la enseñanza tradicional continúa muy ligada a técnicas convencionales superadas” (…) “Cuanto más reflexiona una persona sobre un asunto, cuanto más profundamente procesa una información, más fácil le resulta recordarla, porque la reflexión va a desencadenar asociaciones mentales entre aquel asunto y lo que ya está almacenado en su memoria” (…) “El profesor no puede ser más que apenas un transmisor de conocimiento” (…) “tiene que dar clases de aprendizaje activo, involucrando a los alumnos” (…) “Las clases tradicionales son expositivas, lo que es una excelente manera de enseñar, porque el profesor alcanza al mismo tiempo muchos oyentes, pero es una manera horrible de aprender” (…) “Parte del conservadurismo de las escuelas hoy se debe al confort que él trae; los profesores enseñan de la manera en que están acostumbrados, como fueron capacitados, sin avanzar ni un milímetro” (…) “La tecnología va a revolucionar todo” (…) “Un poderoso inductor de la inteligencia es la interacción del cerebro con los aparatos digitales” (…) “Los video-games, como el famoso Tetris, son un recurso que ya se probó eficiente”.

Mi sorpresa –decía-- es que necesitemos de Stephen para que nos venga a decir semejantes obviedades y lo peor, que ni siquiera diciéndolo Stephen y siendo tan obvio como es, no suceda nada, en ninguna parte. Ni en nuestras escuelas públicas, ni en las privadas; ni en los grados inferiores, ni en los grados superiores; ni en las universidades.

Estamos hartos de que nos diagnostiquen lo que sabemos y estamos hartos de que no suceda nada de lo que debería suceder. Demasiado hartos. Tenemos las palmas rojas de aplaudir conclusiones como ésas. Y Stephen no tiene la culpa. (Claro, él tampoco lo tiene tan resuelto en sus escuelas en E. U., pero de eso no habla en la nota). Él declara con énfasis lo que todos sabemos, pero como lo dice él, la periodista le da más importancia, lo trata como si fuera una novedad, le da destaque, lo pone a brillar. Pero no nos ha revelado nada.

Lo revelador, en todo caso, está en los bordes de esa nota; en lo que dice fuera de su literalidad. Está –por una parte-- en ese contraste obsceno entre lo obvio del diagnóstico y lo puro y homogéneo de su ausencia en la práctica escolar. Ese diagnóstico que ya circula casi con cinismo en el mundo educativo no logra impactar en nuestras prácticas escolares. ¿Por qué? Pero ni Stephen, ni casi nadie, habla de por qué eso no sucede. Ese “no suceder de lo obvio” y en buena medida lo unánime es el verdadero tema de reflexión y análisis. Pero Stephen no habla de eso ni la periodista pregunta sobre eso. Una vez más hacen como si lo que Stephen dice fuera revelador y con esa revelación fuera a ocurrir alguna cosa significativa. Titulan. Hacen alarde de lo gastado. Enteran a los últimos dormidos.

Y lo revelador está también en esa extraña y de alguna manera ya sádica relación que la opinión pública general ha establecido con lo educativo y la escuela. Le entrega sus primeras planas para volver a mostrar, con goce neurótico, lo impotentes que somos como países en materia educativa; lo torpes que resultamos hasta para diagnosticarnos; lo inútiles que somos hasta para decir las cosas más obvias; lo obvio que resulta para el lector común que la cosa no tiene el menor sentido y lo hacemos cada vez peor; y lo bien claro y estructurado que lo tienen los otros, los gringos de siempre.

Cuando llego a estas conclusiones –una vez más-- entro en un estado emocional ambivalente e intenso. Me excita ver que estamos ahí, en los titulares del interés social masivo; y que estamos con afán transformador, con base autocrítica, con conciencia de crisis y con consenso social del rumbo del futuro educativo. Son esos momentos en los que vuelvo a decirme que podemos y que debemos hacer ahora la otra escuela, de una vez. Pero mientras siento esas cosas, también comienzo a sentir ese hartazgo que nos atraviesa por tanto remanido diagnóstico no asumido, que en lugar de catapultarnos, nos mina las bases, nos quita frescura intelectual y vigor social y nos vuelve viejos cuando ni siguiera jóvenes hemos alcanzado a ser.

Siento que la prensa nos pone como enanos de circo, buenos para entretener. Somos su evidencia de que no podemos, de que los educadores de por acá no resolveremos jamás nuestros problemas educativos estructurales.

El escenario político que da marco a la obvia transformación educativa que debemos ejecutar es bien complejo. Tanto que jugar el juego con ingenuidad sería un suicidio. Por eso pido que todo aquel que crea que hacer una educación nueva vale la pena, por favor no se deje entrampar en estos falsos debates de café que nos acaban antes de haber empezado. Debemos cuidar nuestras fuerzas; no abundan.

Twitter del autor: @dobertipablo