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La escuela eterna, que es la escuela antigua, se arma desde sus jerarquías, sus espacios, las disciplinas y sus poderes. La otra, la nueva, la que no va a dejar de venir, sabe organizarse a partir de las personas que la hacen y que ella hace.

Foto: La escuela, José Luis Vega

Estudiar en soledad, tomar posición individual, recapitular, discutir en grupo, negociar e interactuar, exponer ante los otros, informarse, producir individual y colaborativamente, preguntar, autoevaluarse y proponer… todo el tiempo, proponer.

Nada o casi nada de esto ocurre en la escuela. Al contrario, sucede escuchar, repasar, copiar, regular y ser regulado, memorizar, evaluar, punir, soportar… todo el tiempo, soportar.

Es nítido el contraste entre una sala de clases y un ambiente de aprendizaje. En la primera, ocurre todo lo que decimos en el segundo párrafo; en el segundo, lo que proponemos en el primero.

Y no existe una sola escuela en el mundo en la que suceda tanto lo primero como lo segundo. Hay alguno que otro verbo que se resignifica de un lado y del otro (escuchar, por ejemplo) pero sólo es lo mismo en el significante, no en el significado. No es lo mismo escuchar en un contexto de aprendizaje que en una sala de clases: en uno, escucho para reconocer al otro; en la otra, sólo para ver si memorizo alguna cosa. No existe una sola escuela –decía-, porque estamos hablando de dos arquetipos en tensión conceptual: o se es un ambiente de aprendizaje o si no, por contraste, se es una sala de clases. El uno se define por oposición con la otra.

En la escuela que nos condena proliferan las salas de clase. En ella, todo el rato nos dan clases. Se pondera hasta la saciedad. La institución es prescriptiva siempre, aunque esté en plan simpático. Enuncia, transmite, pune, silencia, ordena, regula, controla… todo el tiempo, controla. Es el estigma de esa institución; es su ideología implícita (pocas veces, a estas alturas, es explícita). Toda la escuela, todo el tiempo, en todos sus espacios, da clase. En sus baños, uno no puede hacer otra cosa que lo que la escuela define que está bien hacer en un baño.

En la otra escuela, la que nos libera, la que nos da ganas, la que nos saca de impotentes, se imbrican las miles de situaciones que establecen múltiples y complejos ambientes de aprendizaje. Y siempre es así. No importa con qué profesor, en qué disciplina, a qué hora, en qué momento del ciclo o para qué edad. Y, mientras que aquélla escuela se estanca y es compartimentada, da clase en cada perímetro para cada universo específico, bien delimitado, en ésta se diluyen los bordes, se entraman los registros, se confunden los horarios, se replanifican todo el tiempo las actividades, se atraviesan proyectos, se pasan las personas de un lado al otro y se va construyendo la Historia.

La escuela eterna, que es la escuela antigua, se arma desde sus jerarquías, sus espacios, las disciplinas y sus poderes. Planifica los objetos y se juzga por sus productos, que llama resultados: entró en la universidad; habla inglés; toma el segundo lugar en la olimpiada de matemáticas de la ciudad; trabaja en Procter & Gamble. Es hiperprevisible y se jacta de eso, como si fuera un valor… Se limita, pero a esa debilidad la llama seriedad y nos la vende por buena. Es refleja y corta, pero se siente importante.

La otra, la nueva, la que no va a dejar de venir, sabe organizarse a partir de las personas que la hacen y que ella hace. Planifica los procesos subjetivos y, a partir de ellos y sus necesidades, va trayendo los objetos que nos sirvan, los contenidos que tengan algún sentido. Sólo ve a las personas que en ella se van realizando. Como palomitas que se abren de una en una y a su tiempo, en la otra escuela hay un burbujeante conjunto en ebullición asimétrica, en miles de compases; gente haciendo click; personas abriéndose a la vida. Microepifanías discretas y trascendentes. Y ella, la escuela, aprende a administrar esa complejidad; la acompaña, pero ni la controla ni la agota en su planificación. No la conoce, pero la provoca. La deja bullir; la hace entrar en ebullición. La fuerza. Le da la vida. Se abisma y se desafía a ser responsable del abismo (de que sea abismo y no laboratorio, quiero decir; de que no sepamos dónde acabará y ese sea su valor).

Es una escuela abierta por eso. Mixta hasta su profundidad constitutiva. Entramada. Imbricada. Compleja como la vida misma y ambigua como las personas que la constituyen. Ambiente, pues.

De la otra escuela egresan personas porque a la otra escuela van personas. No carpetas, mochilas, hemisferios derechos, lápices, mapas, paciencias, tabletas, uniformes. Hay escuelas que se enojan porque Mariana olvidó su libro y no puede trabajar, pero que no se preocupan cuando Mariana ya no se siente Mariana en la escuela y entonces sí, de verdad, no puede trabajar. Mariana no necesita su libro para desarrollarse como Mariana. Pero la escuela no sabe quién es Mariana ni qué hacer con Mariana si ella no consiente y se agota en su libro, su cuaderno, su boleta y sus garabatos; ah, y su prueba bimestral. La escuela que se está yendo, no sabe cómo ver a Mariana ni cómo hacer para que sea Mariana –y no su sombra mórbida- la que vaya contenta, todos los días, a aquella fiesta de hormonas, deseos, ansiedades, angustias, desafíos y ambiciones que Mariana necesita para hacer su explosión y ser ella, también, una nueva palomita más.

Una escuela y la otra escuela son conceptos antitéticos y obvios. No sintetizables, felizmente. Bien contrastados. Insolubles entre sí. Dicotómicos. Y su esqueleto conceptual es simple. Estamos enunciándolo para que nos sea útil pero, que advenga o no la escuela nueva, no depende de esa enunciación sino de una acción política decidida y letal. Si no, sólo estaremos haciendo un paper de investigación mejor o peor considerado en laboratorios universitarios. O sea, casi nada.

Twitter del autor: @dobertipablo

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