Creía que sería una más de esas películas “con corazón”, una de esas que transportan a las salas del primer mundo las infamias cometidas en el tercero para concientizarnos y de paso entretenernos mientras nos volvemos “más comprometidos”. Pero no. Debido a mi desconocimiento de Otar Iosseliani, director georgiano del que, lo reconozco, ni siquiera había oído hablar, Y se hizo la luz me cogió completamente por sorpresa.
Película inclasificable dónde el estatuto del documental es perpetuamente defraudado a través de una fina y extraterrestre ironía, Y se hizo la luz trata el gravísimo tema de la deforestación y expropiación de terrenos tradicionalmente ocupados por poblaciones indígenas de Senegal. El avance imparable de la industria del “hombre blanco” no respeta a nada ni a nadie, y mucho menos a los detentadores por derecho de unas tierras pobladas desde tiempos inmemoriales y en las que siglos de ocupación no han ocasionado más transformaciones que las derivadas de una normal subsistencia. El vientre hinchado del capitalismo necesita, entre otras muchas cosas, madera, y para satisfacer su pantagruélico apetito no se lo piensa dos veces antes de talar un bosque centenario de Secuoyas o sabe dios qué árboles seguramente milenarios. Es la historia “de siempre”, y no es la primera vez que una película la refleja. Pero con Iosseliani la cosa cambia.
Iosseliani retrata cómicamente a una pequeña tribu de Senegal, no para hacernos reír −que también lo hace− , sino para descodificar nuestros prejuicios y expectativas y devolvernos una caricatura viva de nuestro triste pensamiento etnocéntrico y nuestros anhelos de una edad dorada. Cada escena de la película cumple a la perfección con esa intención oculta de frustrar y a la vez cumplir con ironía nuestras previsiones sobre el paraíso original: los indígenas se pelean, constantemente se celan, se llenan de envidian, resucitan sin esfuerzo a sus muertos, navegan sobre dóciles cocodrilos, obtienen automáticamente lluvia con un solo ruego a su dios, cazan diestramente con el arco o realizan extraños rituales, incomprensibles para nuestra desacralizada y materialista civilización.
El testimonio y la burla hacia nuestros preconceptos se mezclan sin aparente concierto en una visión absolutamente original y única. Es como si Iosseliani nos dijera: “esto es lo que pensáis que hacen estas gentes ¿verdad? pues aquí lo tenéis, todo tratado con el barniz de vuestra propia ignorancia, para que lo que hagan sea exactamente lo que pensáis que hacen. Eso sí, nos reservamos el derecho a la exageración y la parodia, es decir, a reírnos directamente de ustedes.”
Creo que sólo así puede entenderse el empleo que Iosseliani hace de los recursos del cine, y más en concreto de los del cine mudo, para situarnos frente a un problema terrible sin caer en la mirada piadosa, habitual máscara de nuestro complejo de superioridad. La de Iosseliani es una sabia huida de la caridad; el humor le sirve para salvar el escollo de la mirada paternalista, es decir, primermundista.
El drama de la tribu transcurre tan indiferente como una broma entre amigos: la aldea es finalmente quemada y sus árboles talados, los miembros de la comunidad se ven obligados a marchar hacia los núcleos urbanos y vivir de acuerdo a patrones heredados de los invasores, en ocasiones acostumbrándose a una miseria totalmente desconocida en el entorno natural. No vemos lágrimas, protestas, gestos heroicos o mártires inmolándose por la causa. La vida es menos espectacular de los que nos contaron las películas: ante las vejaciones del poder, a veces no queda más que darse la vuelta y mirar hacia otro lado, es decir, acostumbrarse.
El mundo se va extinguiendo, así, sin demasiados sobresaltos. Los dioses que eran venerados se venden ahora a precio de saldo en mercadillos para turistas. Un mundo ha terminado. Iosselianni nos lo dice entre risas y sin aspavientos, y eso, creo, es la verdadera faz de lo terrible.