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La vida de Adéle (Abdellatif Kechiche, 2013)

Arte

Por: Koki Varela - 03/02/2014

La reciente y multipremiada película de Abdellatif Kechiche se sumerge en el mundo de la adolescencia femenina, retratando con libertad una historia lésbica de amor y desamor.

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Parece que estamos todos tan ansiosos de encontrar nuevos motivos de júbilo cinematográfico, que a la mínima ocasión nos desatamos febrilmente en elogios, dejando escapar con demasiada facilidad una denominación que deberíamos guardar para ocasiones de indudable mérito. Me refiero por su puesto a esa etiqueta: “Obra maestra”, cuyo uso debería exigir la mayor de las precauciones y que, sin embargo, asoma cada año en los carteles de un buen puñado de nuevas propuestas.

Si lograr una obra maestra —ya no me refiero sólo al cine,  sino al resto de las demás artes, en las que por otro lado no parecen tan solícitos a emplear el término— fuera tan común, si cada año asomaran en nuestros festivales obras imperecederas, magistral e impecablemente construidas, no sería tan extraordinario el acontecimiento, y acabaríamos todos por aburrirnos ante tal exceso de excelencia.

Además, quizás sólo el tiempo sea el encargado de administrar tan infrecuente sello, siendo necesarios un buen puñado de años para dilucidar si tal o cual creación merece ser marcada con su impronta.

Entiendo la ansiedad de la crítica ante la habitual frustración que provocan las proyecciones contemporáneas, pero haría un llamamiento para que templaran su ánimo antes de emitir sus juicios, usando algún tipo de meditación o técnica respiratoria previa.

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Dicho esto, creo que se entiende que para mí La vida de Adéle no es una obra maestra. Aclarada esta cuestión, podemos apuntar algunas cosas más.

Entre las virtudes del filme, que nos son pocas, destacaría su sinceridad. El director nos cuenta la historia de una adolescente en pleno martirologio hormonal con la frescura formal que el tema requiere y sin caer —algo que agradecemos infinitamente— en la solemnidad o el adorno musical. Esta sobriedad, apoyada por una cámara al hombro y un montaje sencillo pero efectivo, salva al filme de caer en la mera anécdota adolescente o la total banalidad, acentuando el realismo y la credibilidad de los personajes y las situaciones. La vida de Adéle posee el ritmo propio de las primeras indagaciones sexuales y vitales, haciendo que las tres horas de proyección no se vuelvan incómodas o pesadas.

Adéle es una adolescente que busca su propia identidad y, claro está,  en esa búsqueda el sexo —presente constantemente en la película en conversaciones, insinuaciones y gastronomía— se le ofrece como un camino inmediato y liberador, aunque después se revele más proclive a fomentar la pérdida y el desvarío que el verdadero encuentro con uno mismo. Las escenas de sexo en Adéle, elogiadas por su atrevimiento, no me parecen sin embargo especialmente bellas ni necesarias. Esta morosidad pornográfica me parece más un recurso efectista o un alarde de autor que el resultado de una verdadera necesidad narrativa. Ni eróticas ni dramáticas, se me antojan excesivas tanto en duración como en frontalidad. Quizás una excesiva sujeción a la novela gráfica en la que se basa la película haya conducido al director a enfocarlo de este modo, sin embargo, debemos tener en cuenta que lo que es válido para la viñeta no tiene que serlo para la imagen en movimiento.

Otro de los aciertos del filme está en la elección del encuadre. Adéle es acosada por una cámara que persiste en el primer o primerísimo plano, reflejando la angustia propia de la adolescencia y sometiendo a la protagonista a un escrutinio justificado. El mundo alrededor ha perdido consistencia; Adéle permanece en la estrechez del cuadro mientras el fondo se nos muestra desenfocado, precisamente porque las vicisitudes de la vida de Adéle, la escenografía que sirve a su via crucis, no tienen el menor protagonismo en su conciencia, secuestrada sin remedio por la duda y el temor.

La vida de Adéle es el tema exclusivo del filme, como las preocupaciones e incertidumbres sexuales y amorosas son el tema exclusivo de la conciencia de Adéle, lo que justifica que  la cámara rehúya en todo momento reflejar la realidad circundante, reduciendo prácticamente el plano general a los momentos en que Adéle se aleja o se encuentra rodeada por un mundo que no comprende. Pero el encuadre no sólo encierra obstinadamente su rostro, sino que se arroja con la misma cerrazón hacia las caras que continuamente la interpelan o  interrogan, convirtiendo la película en un friso de rostros humanos que no deja apenas lugar al paisaje o la multitud. Esta resolución formal, que me parece justificada, se hace sin embargo un poco tediosa, siendo sólo soliviantada —imaginamos que fue el motivo fundamental de su elección— por lo agradable de la cara de Adéle, por su expresión de conejillo en apuros que nos hace cómplices desde el primer plano de sus convulsiones internas.

Adéle es poseedora de una voluptuosidad todavía no domesticada, de unas curvas cuya inexperiencia le hace ignorar, pero que en su tránsito a la madurez descubrirá como irresistibles y a la vez problemáticas. El tránsito de la mujer hacia la toma de conciencia de su sexualidad es uno de los puntos fuertes del filme, abordando el tema de la homosexualidad femenina de manera novedosa.

El desenlace, perfectamente abierto, con un plano de Adéle alejándose rota por el dolor, deja en suspenso acertadamente la historia. La vida de Adéle queda de este modo en la incertidumbre, como la vida de todo adolescente que atraviesa sus primeras dudas existenciales.

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Película lacrimógena en extremo, La vida de Adéle es una apuesta honesta, acertada en la mayoría de sus decisiones estilísticas (aunque el uso del azul resulte obvio y forzado a veces), excelente en las interpretaciones de sus dos protagonistas principales, y sincera en sus pretensiones. Sin embargo, desde mi punto de vista, se trata de una película olvidable, que por supuesto no alcanza el estatus de obra maestra, y que contiene ciertas debilidades de guión que pueden pasar desapercibidas por el ritmo del montaje, pero que desmerecen cuestiones fundamentales, como el tránsito de Adéle de la vida de estudiante a la vida en pareja , y que se revelan desafortunadamente en la desaparición demasiado gratuita de personajes como los padres o el fiel amigo de colegio.

En este sentido, el guión, basado en la novela gráfica Le bleu est une couleur chaude, de Julie Maroh,  pretende abarcar demasiado y se ve obligado a borrar de un plumazo cuestiones que serían necesarias para hacer de la historia algo perfectamente urdido, característica no única pero sí bastante común en lo que en cinematografía solemos calificar como obra maestra.